miércoles, 30 de abril de 2014

Bang bang, Wilco Wallace… con balas castellanas






Aunque no me reconozco buen lector de novelas, leo la obra de Ángel Vallecillo. No estoy plenamente al tanto de la narrativa actual. La última novela que releí (tercera vez) antes de “Bang bang, Wilco Wallace” fue “Don Quijote de la Mancha”. Antes había leído, todavía inédita, “¡Lagarto, lagarto!”, de mi amiga, la poeta Belkis Cuza Malé; y antes, “Chevengur”, de Andréi Platónov, recomendada por mi amigo, el poeta Antonio Piedra; y antes aún, “Tiempos de silencio”, de Luis Martín Santos, conjuntamente con mi hijo Leonardo. Ahora, aprovechando el regalo de una preciosa edición que me hizo otro amigo y poeta: Luis Enrique Valdés, estoy de nuevo con el “Fausto” de Goethe (tercera vez) para mí una novela, más que una obra para ser representada. Hace poco volví (después de treinta años) al “Doktor Faustus” de Mann, y a “Paradiso”, de Lezama (tercera vez) y a “Rayuela”, de Cortázar (también tercera vez) y a “Historia de dos ciudades”, de Dickens (segunda vez)… En fin, de cada cincuenta o sesenta libros que leo o releo actualmente, uno es de narrativa. Y si es una obra reciente, o para mí desconocida, debe venir recomendada por alguien querido y respetado, o ser enviada directamente por su autor, si es amigo y cree útil mi opinión. Así comencé con la obra de Ángel, porque publica en Difácil y me la propuso César Sanz, gran lector y editor a quien quiero y respeto.

Quede claro que aprecio mucho la buena novela. Leí narrativa con fervor en otros tiempos. Pero tengo todavía tanta lectura por delante, y tan poco tiempo ya para “enfrentarla”, que estoy obligado a ser selectivo. El próximo narrador y dramaturgo vivo al que quiero acercarme con calma es Abilio Estévez, autor coterráneo y coetáneo, consolidado y reconocido, de cuya obra me llegan noticias y señales muy llamativas… Cuento esto para poner en antecedentes a quienes lean mis opiniones sobre la última novela de Ángel. No estoy al día en este género, aviso. Aunque quién sabe si ello pudiera resultar de alguna manera ventajoso para mis lectores. Si reseñara un poemario, o un ensayo sobre pensamiento, arte o historia, deberían cuidarse de mí, de mis vicios y manías, mis resabios incluso, pero en este caso… Va, también. La temeridad no implica inocencia.

Hace unos días, César, quien me prestó una antología poética de Schiller editada en Yunque, 1940 (una joyita) metió en el mismo sobre, de regalo, la mencionada “Bang bang, Wilco Wallace” de Vallecillo. Quienes me conocen, César incluido, claro, saben lo mucho que agradezco este tipo de gesto… A Ángel ya lo sigo, así que su libro lo recibí con especial curiosidad. Lo leí en una mañana, de un alegre tirón. Es la tercera novela suya que leo. Es mi narrador contemporáneo español más leído. Ya he pasado con su obra varios ratos buenos. Le debía unas palabras. También a César.

La diferencia esencial entre narradores y poetas, más allá de que los primeros cuenten y los segundos canten, está en la economía. Aun los narradores muy económicos (pienso, por ejemplo, en los autores de la “generación perdida”, en Hemingway especialmente) tienen que crear escenarios plausibles en tiempo y espacio, donde sus escenas quepan y ocurran, tomen cuerpo. Al decir de Rosa Chacel: “la prosa es una información de la realidad (…) un esfuerzo por conseguir la presencia de la realidad”, y esto, digo yo, conlleva un despliegue de medios que siempre entretiene. Puede hacerlo en dos sentidos: en el bueno inquieta, divierte, relaja; en el malo distrae, enreda, fatiga. En mi opinión, para que una novela entretenga, sólo, en el buen sentido, su autor tiene que tener, en este orden: imaginación, inteligencia, y oficio para disimularlas a la vez que las utiliza para “someter” al lector. Manoseando una idea de Proust: el regalo tiene que tener un precio alto, pero éste no debe quedar pegado a su envoltura, no debe ser visible.

Como quiera que la narrativa tiene que in-formar (crear o recrear y comunicar) una realidad ajustada a su propósito; como quiera que para ello el narrador está condenado a entretener; más le vale hacerlo por la vía buena. Teniendo en cuenta que muchas palabras irán dirigidas a levantar un fondo espacio-temporal necesario para que sobre él figure el meollo de la cuestión; teniendo en cuenta que no hay novela cuya esencia no pueda recogerse en un verso, y que por ello siempre existirá en la narrativa un cierto dilapidar, excederse, sea éste más o menos retórico, discursivo; es muy recomendable que la “demasía” esté cuidada al máximo, que entretenga bien.

“Bang bang, Wilco Wallace” es una novela entretenida. Las obras de Ángel Vallecillo siempre lo son en el buen sentido del término. Ángel es un autor imaginativo, inteligente y dueño de un gran oficio. Sus obras tienen un precio que nunca es descaradamente visible. Ángel sabe escribir… En esta novela, más “clásica” que las anteriores, evita recursos como la marcada experimentación estructural (Colapsos) o el énfasis en el falso realismo (Hay un millón de razas) y se pliega a las exigencias de la trama de una manera más natural, pero no por ello menos efectiva. Su estilo, que no es periodístico, y mucho menos taquigráfico, tampoco es oblicuo ni barroco. Ángel tiene la suerte o la desgracia, según se mire, de ser un autor castellano que ama la prosa anglosajona. Como si fuera poco haber nacido y crecido a los pies de la catedral herreriana de Valladolid comiendo dulces de origen bereber, Ángel se hizo escritor donde todavía resuenan Manrique, san Juan, fray Luis, Cervantes, Lope, Calderón, Gracián, Quevedo, Zorrilla, Baroja o Azorín, leyendo, entre otros, a Faulkner, Dos Passos, Fitzgerald, Eliot, Pound, Capote, McCarthy… De todo ese batiburrillo de influencias emerge una prosa mestiza, pero decididamente “vallecilla”. Poco o nada tiene que ver Ángel con Chacel, Delibes, Umbral, Jiménez Lozano. Ángel es un autor “globalizado”, que, sin embargo, tiene unas constantes latinas innegables: la veta surrealista, el humor y la poesía. Estas son sus tres Gracias. En ellas se apoya para entretenernos con éxito.

“Bang bang, Wilco Wallace”, además de tener una trama bien urdida y resuelta, con la suficiente tensión conflictiva para mantener al lector sujeto a su lectura de principio a fin; además de estar bien escrita y cargar de sentido su “demasía” narrativa, está bien dotada de surrealismo, humor y poesía: perfecta guinda para el cóctel de imaginación, inteligencia y oficio que valida la prosa de Ángel. No se sostiene una obra en este sentido con frases sueltas ni hallazgos puntuales. Las Gracias de Ángel están comprometidas con la novela toda, pero hay ciertos momentos en que resultan especialmente significativas porque asoman desnudas en los promontorios. Veamos algunos de ellos:

- “iris azul cielo sobre un globo rojo: un iceberg flotando en sangre de foca”
- “el cielo estaba azul reventón, pero por el norte amenazaban grandes cúmulos gomosos”
- “Se cruzó en mi camino como una aguja de ferrocarril”
- “hasta encontrar el equilibrio de un dolmen”
- “abrió el mínimo común denominador de una sonrisa”
- “sonrisa mitad flan de caramelo mitad metralla”
- “––Igual te has caído… ––Desde la quinta planta del pasado”

La prosa de Ángel tiene una eficaz carga poética. Y si bien sus temas y formas suelen coquetear con los anglosajones, muchas veces su prosa mestiza, con las obrantes Gracias incluidas, nos regala pasajes que denotan un a-de-ene sin dudas cervantino. ¿Se puede escribir en castellano, bien, quiero decir, completamente al margen de este feliz “pecado”? Lean el siguiente pasaje:

“Las berzas brillaban como caracolas de nácar, y desprendían un halo fosforescente: una huerta de orondas luciérnagas, blancas y verdes, gordas, mansas, circundadas por halos como si la luz de la noche las coronara con tiaras de diamantes. Si fijaba la vista en una sola de las berzas crecía hasta alcanzar dimensiones gigantes y en sus bordes podía distinguir formas artísticas, animales, relieves que capturaban toda mi atención como si las observara con un microscopio, con una mente de lucidez infinita, con capacidad atómica para percibir su calidad artística. ¡Cuánta hermosura en un simple campo de berzas! Se transformaron en cabezas de cabellos verdes, y luego en pequeñas calvas con luz propia… Los surcos del sembrado se retorcían, enredábanse, montábasen, y crujían como si los gusanos gigantes los tunelaran a grandes bocados de tierra (…) Bajo la imponente copa de un nogal, distinguí las siluetas de tres hombres que se acercaban encarrilados en sendos surcos del sembrado. Qué hermoso el contoneo, el vibrar bamboleante y a cámara lenta de sus caderas, el caminar ralentizado, escaso, liviano, como empujados sin esfuerzo ni gravedad, la torsión de sus huesos flexibles. Cerré los ojos y las fosforescencias estallaron como hogueras diminutas, infinitesimales, cada una a una micra de la otra: bastaba pensar en la de al lado, intuirla, para que se retroalimentaran y en sinergia estallaran en fallas multiplicadas y gigantescas que se sumían en profundos abismos de color, con cientos de focos de atención…”

Y como Ángel sabe desconcertarnos cuando es preciso, como es un maestro también en el cambio de ritmo, todo esto continúa con un seco:

“––Quítale la pistola.”

En fin, ¿se puede ser más mulato? La economía anglosajona y la plomada herreriana, ceden aquí ante el desnudo de las Gracias “vallecillas”, barrocas ellas, cómo no, felizmente traidoras. El mejor Cervantes tiende la mano a Ángel y lo invita a ver gigantes en sus molinos, soldados en sus ovejas, para compartir después una internada en la cueva de Montesinos. La función “liberadora” no la ejercen aquí los libros de caballería, sino los estupefacientes, pero el resultado es el mismo, y no está registrado en Oak Park, Illinois, sino en la ribera del Henares, que nace y muere en la vieja meseta castellana. Por esta zona de la novela, la menos “pura”, andan “sueltas” palabras como “zagal” y expresiones como “Enarcó las cejas”. ¿Hacen falta más comentarios?

Los temas y los escenarios en Ángel no son los que tiene (tenemos) más a mano. “Bang bang, Wilco Wallace” es el tipo de novela policíaca, negra, que debe ocurrir y ocurre en Norteamérica. Pareciera que la imaginación del autor necesitara abstraerse de su originario valladar, para real-izarse en un ring global, allí donde cualquier parecido de sus criaturas con la madre realidad castiza sea pura coincidencia; obra de una feliz casualidad, no de una determinada y determinista causalidad. Insisto, la narrativa de Ángel nace globalizada y huye de lo provinciano como del diablo. Sin embargo, cuando se piensa, habla y escribe en un idioma como el castellano, con tales haberes en el zurrón, no hay zagal que pueda evitar del todo al santo canon. Entonces el mestizaje está servido. Afortunadamente. Porque los combates en el ring global no garantizan per se los títulos universales. Los purasangres más fiables son caballos mestizos que pastan en íntimas cuadras. Me gustaría apostar por Ángel, también, en hipódromos más cercanos. Creo en él. Lean su novela. Serán bien entretenidos, bien impactados por sus disparos. Bang bang… Créanlo.
  























jueves, 24 de abril de 2014

Escribo para festejarlo


































Javier, para muchos las cosas debieron ser así de simples, así de tristes: Un grupo de homínidos huye de la malaria y de los grandes felinos...

(Tenían una larga historia tras de sí. Habían bajado de los árboles atraídos por los termiteros y los frutos secos de la pradera del Congo. Habían perdido la cola prensil. Habían levantado los hombros y erguido la cabeza. Habían caminado muy al sur siguiendo el curso de los ríos hasta que éstos se convirtieron en sabanas azules que tendían al infinito… Allí, donde acababa el mundo, vivían cándidas criaturas marinas que apenas sabían defenderse bajo púdicas conchas, y nadaban indiferentes ante las lanzas. Allí los homínidos descansaron el tiempo suficiente para ingerir grandes cantidades de ácidos grasos que hicieron crecer su cerebro, tanto, que tendía irremediable al homo sapiens. Allí tuvieron tiempo para dormir a sus anchas y cultivar la inteligencia. Cuando se aburrieron, considerándose ya invencibles, se lanzaron a la reconquista del mundo conocido. Dotados de pulgar oponible y enorme cerebro, quisieron ver la realidad en colores aun a riesgo de mermar sus agudos sentidos del olfato y del oído. Pero no contaron con las fieras ni con la malaria, y su mundo se había tornado peligroso)

Huyen, pero ahora lo hacen al Norte. Van juntos hacia la historia cuando llegan a una encrucijada. Deben decidir el camino a seguir. Entonces unos dicen: ––atravesemos el Estrecho de Gibraltar y el Canal de Suez para colonizar el norte de Europa; colonicemos las Islas Británicas, lleguemos hasta los Estados Unidos de América... Otros dicen: ––colonicemos las márgenes del Nilo, el Jordán, el Tigris, el Éufrates; colonicemos el Mar Mediterráneo… Pero no todos estuvieron de acuerdo con aquellas dos opciones. Entre los disidentes, un grupo quería regresar al Congo, otro quería cruzar el Canal de Suez, pero no para ir al norte, sino para llegar a Manchuria, explorar Oceanía y recalar en la selva amazónica. Hubo grandes consejos e intensos debates. Los partidarios del norte franco reprochaban seriamente a los demás, sobre todo, a los que optaban por el sur y por el este. Les advirtieron: ––estarán condenados a ser negros, cobrizos o amarillos. Serán excluidos del progreso y de la democracia. No tendrán acceso al Paraíso. Aténganse a las consecuencias... Hoy, un millón de años después, los que optaron por el norte franco tienen derecho a inquirir a los demás: ––de qué se quejan, advertidos estaban...

Javier, para ti las cosas no fueron, ni son, así de simples, de tristes. No te resignas al fatalismo geográfico y racial que empobrece a los dueños del dinero y ciega a los dueños de los grandes telescopios. Tú no te buscas (nos buscas) en los confines del universo. Tú viajas hacia nosotros deshaciendo caminos tan consabidos y sencillos como temidos. Caminos que conducen a los veneros de nuestra especie, a la supuesta encrucijada en que nos separamos sin odios ni graves advertencias. No persigues el genoma humano sino el germen de la humanidad. No puedes oler ni oír como nuestros antepasados arborícolas, pero ves en un espectro maravilloso de colores y has metido en tu paleta los del amor, la comprensión y el respeto. Yo no quiero hablar ahora de pintura. Estoy ante tu obra conmovido y agradecido. Me siento más humano. Escribo para festejarlo.



Texto escrito para el catálogo de la exposición:
"Retratos de la diversidad". Galería Teresa Cuadrado.
Valladolid. Junio, 2003
















viernes, 18 de abril de 2014

Manustrita





“Manustrita” reúne una parte significativa del trabajo realizado por May Criado en los últimos años. May, que lleva mucho tiempo vinculada a la cerámica, se  muestra en esta exposición como la gran artista que es: mucho más cercana a la escultura en su sentido más amplio, que a la cerámica en su sentido más estrecho. Para May la cerámica es un medio, un lenguaje que conoce en profundidad y que trasciende continuamente en pos de su afán último: la poética de la materia y su vacío cuando, en constante y equilibrada tensión, ocurren de forma inédita, por obra y gracia del arte, en un espacio perfectamente definido durante un tiempo perfectamente indefinido. May es una artista, sabe tanto de quimeras como de herramientas, pero sobre todo sabe que las segundas no tienen sentido si no es para hacer más grandes, tentadoras y amables a las primeras. Entonces ¿estamos ante la obra de una ceramista? Yo creo que no, y lo digo desde un enorme cariño por la cerámica. May, que la conoce como pocos, que la ama como pocos, está sobradamente autorizada para ponerla sin complejos al servicio de un discurso que es mucho más intelectual que artesanal, aunque aparentemente  (en el arte, por suerte, todo es apariencia) la cosa vaya de manos... “Manustrita” (no puede ser de otra forma ya que May expone, después de muchos años sin hacerlo, en su Bierzo natal) es una muestra ambiciosa, un tanto ecléctica si atendemos a la cantidad de caminos que nos ofrece, pero es por ello mismo una excelente oportunidad para acercarnos a la obra de esta artista en su complejidad. 

Aquí May nos deja ver cuáles han sido las variantes que ha manejado en términos de técnica y materiales durante los últimos años, y cuáles han sido/ son/ serán las invariantes conceptuales que animan su trabajo. Barro, porcelana, madera, acero, metacrilato, esparto, tinta, impresión digital; todo ello usado con sabiduría y coherencia en busca de una verdad que, afortunadamente para May y para todos, nunca encontrará más que en el cansancio y las dudas inherentes al arte... 

Pero ¿qué busca May, cómo quiere mediar entre la realidad y nosotros, qué pretende dejarnos en ese oasis efímero del que tendrá que partir siempre y al que llegaremos sedientos y agradecidos para verlo arder una vez más?  May “cultiva la realidad” de una manera muy personal. Sustrae de su aparente caos, de su compleja organicidad, elementos esenciales para someterlos a un destino culto que para ella se sustancia en el rigor geométrico. Cabezas que habitan nichos en columnas, rostros que emergen de cubos, que irritan impotentes pero relajados sus lados y aristas, manos que no pueden escapar al espacio que contienen y en el que son a la vez contenidas, manos que obedecen al perímetro de un círculo, que circunscriben su complejo discurso al riguroso ámbito de ese círculo. Manos y rostros, principales terminales expresivas del hombre, sometidos a la geometría como vehículo de la razón... La geometría que acota, dimensiona y mide la porción de realidad que se nos da, pero que también la enfrenta a un universo de inéditas tensiones donde se retrae o se esponja según lo queramos ver en cada momento, según sean nuestro estado de ánimo y nuestra curiosidad por seguir el episodio. 

No interesa el todo (¿caótico, incomprensible?) del que fueron sustraídos esos fragmentos de realidad. Interesa cómo pueden asimilarse a un todo aún mayor: la realidad proyectada por nuestra mente al infinito, la realidad cultivada, traducida para nosotros. La realidad que más importa: la única que no es real, la que nos hace hombres para bien y para mal... Pero a May también le interesan especialmente la ausencia y el vacío. La ausencia de aquellos segmentos de realidad de los que somos deliberadamente apartados por ella y la ausencia de la materia que tan acertadamente integra en la luz y en los volúmenes de aire. May somete a la geometría tanto lo tangible como lo intangible. 

Quiero llamar la atención en este sentido, por poner sólo un ejemplo, sobre las mesas de cerámica y madera que se muestran en la exposición. Prismas de base cuadrada en virtud del aire que moldean, en los que las ausencias de las que hablaba son esenciales. Ausencia de materia grave para que tanto el aire (que, ya dijo el poeta, es la sustancia que atraviesan los pájaros) como la luz que lo inflama puedan hablar su etéreo idioma. Ausencia de los contenidos que debían validar las piezas para el uso. Ausencias, en fin, que son la vía más efectiva para dotar de sentido a las presencias. 

Claro, la manipulación de esos pares dialécticos: orgánico – racional/ natural – geométrico/ ausencia – presencia/ vacío – materia; genera una tensión enorme. May es el árbitro de esa tensión. La mide y la pesa para nosotros. Sacia nuestra sed, aunque sólo por momentos. No estaremos ni vivos ni receptivos si no tenemos sed. May lo sabe y dosifica con pericia esa tensión para que nos desconcierte e inquiete justo antes de calmarnos y colmarnos. Todo ello debe ocurrir una y otra vez en fructíferos y sucesivos instantes si es que estamos ante la obra de un artista. Y en este caso, amigos, no hay dudas: May nos ha puesto el mantel para un atracón de arte. Pasemos y comamos... Sintamos.


    Texto escrito para el catalógo de la exposición
    "Manustrita" (Obra escultórica de May Criado)
    Centro Cultural Caja España. Ponferadda, 2008



    Enlace para la página de May Criado y Suso Machón
 

sábado, 12 de abril de 2014

Puro fuego neolítico





... Algo pasaba en ese dédalo trenzado con carne y energía que ocupa nuestro cráneo. Lo que importaba comenzó a resultar no sólo rastro, carroña, evidencia, instinto o experiencia; sino también, y sobre todo, ensoñación, plasma sígnico, imagen... Todo comenzó a parecer lo que no era, o sea, lo que debía ser: aquello que podía imaginarse, para una vez imaginado, habitarse. El curioso bípedo se distanciaba de su animal porque llevaba en su insondable “cajita” la capacidad de crear estadios de "irrealidad" habitables. En un corto período de tiempo (revolución neolítica, le llaman) debieron desatar toda su potencia la imagen, los dioses, la religión, el arte... En fin, lo necesario para que apareciera el hombre, no el homo sapiens sapiens, sino el hombre-hombre, o sea, el hombre-semidiós-histórico, curioso agricultor y ganadero, sedentario artista. Desde entonces nada fue igual. 

Una rara criatura podía imaginar realidades a su antojo. Podía incubarlas en su memoria, y, utilizando un sofisticado medio social, transmitirlas a sus descendientes en un frenesí, no sólo génico, sino, y en primer lugar, onírico. A este imaginativo ser ya nada le valió como era, donde estaba. Se alió con los dioses para acomodar las cosas a su conveniencia. Ideó mecanismos para medir el tiempo y el espacio, para manipularlos hasta que ambos abandonaran su limbo y se hicieran referencia... Claro, se preguntarán ustedes ¿a qué viene esto en este catálogo? Bueno, no lo sé del todo, pero el mejor sitio que encuentro para situar la reciente obra de Paciel, es ése, de empedernida imaginación, en el que las cosas se hacen por la mera necesidad de reinventar la grosera realidad hasta hacerla inquietante y entrañable: humana. 

Paciel, que porta una “cajita” especialmente inquieta, no puede habitar el tiempo y el espacio si no después de imaginados y manipulados a su parecer. Ya se hubiera suicidado, créanme, si no le dejáramos traducir para nosotros los múltiples pliegues que es capaz de leer (imaginar) en la realidad.
Si le preguntamos por qué trabaja de esta manera, por qué desintegra dos mundos: el natural y el geométrico, para reintegrarlos en otro surreal, responde que no lo sabe, que lo hace sencillamente porque lo necesita. Han adivinado: Paciel está loco. Paciel es un artista. Un artista honesto (si es que esto es posible) que lejos de argüir a posteriori un andamiaje conceptual para su obra, se deja llevar por una incontenible necesidad de crear, que es, en definitiva, el mejor testimonio de su enorme humanidad. 

Ya, pero de nada valdría esa incontinencia creativa sin olfato artístico, sensibilidad, cultura visual y oficio. Todo ello posibilita que su impulsiva necesidad de crear nos llegue encauzada en un pulcro lenguaje que articula sabiamente composición, fotografía, dibujo y tratamiento digital de la imagen. Entonces Paciel nos muestra dos mundos: el uno natural, recogido en la espléndida fotografía de Mikel Alonso, y el otro geométrico, sacado de su propia imaginería; ambos en tensa relación, en pos de un tercero: el “irreal”, el único que aquí interesa, el que nos hace destinatarios y partícipes de un importante legado: la capacidad y la necesidad de imaginar realidades habitables; aquellas donde lo único que no tiene cabida es precisamente lo real; entendido lo real como el grosero y simplón sustrato del que intenta apartarnos nuestro ser humano. 

Sí, las imágenes de esta exposición constituyen un canto a nuestro ser humano. Ya no nos interesa ese bosque si no es (re) velado por una masa espectral resuelta en evocadores grises. Ya no nos importa ese ramaje si no en su desquicio rojo; sosteniendo esa desconcertante folie tras la que se esencia como en ardientes rayos X. Ya no nos importa esa hierba si no es tiernamente violentada por una luz rasante y corpórea que trastoca sus colores y su estructura vegetal para ofrecernos una versión casi caligráfica. Ya no nos interesa, ahora, aquí, cómo son estos elementos en su estado natural, sino cómo pueden ser y acaban siendo en estas imágenes, frente a las cuales nos reconocemos criaturas traviesas e inconformes, dueñas de un enorme potencial imaginativo, que es, en última instancia, el verdadero motor de nuestro potencial cognoscitivo... Paciel está evocando nuestra raíz humana. Nos está sirviendo humanidad en la copa intemporal del arte.  Da igual con qué herramientas lo haga, por qué vías nos lleguen la emoción, la conmoción, el feliz desconcierto... Esa fotografía y esa imagen digital, así tratadas, son puro fuego neolítico. 

Texto para el catálogo de la exposición 
"Paciel González" en el Centro Cultural 
La Vidriera. Camargo. Cantabria. 2009



















  

jueves, 3 de abril de 2014

Grave sin presunción, alegre sin bajeza




                                                                       
                                                                                      Para mi familia mexicana
                                                       

Hace unos días, mi amigo Julio Guillén compartió en una red social un artículo sobre un edificio que yo no conocía: el Centro “Roberto Garza Sada”, proyectado y construido por el arquitecto japonés Tadao Ando para la Escuela de Arte, Arquitectura y Diseño de la Universidad de Monterrey, México. Las fotos de la obra terminada y en uso me entusiasmaron rápidamente. No suele ocurrirme. Soy muy receloso con la fotografía en arquitectura. Casi siempre me inhibo de juicios definitivos sobre una obra que no haya visitado, pues fui engañado muchas veces por reportajes tendenciosos y falsarios, y esto, con el tiempo, hizo callo en mi candidez. Pero los años, a la vez que endurecen frente a lo ordinario, ablandan para el disfrute de lo extraordinario. Debe ser una astucia de Psique que nos ofrece salidas al escepticismo cuando éste roe demasiado. Sí, esas fotos me entraron a la primera, y aunque apenas escribo ya sobre arquitectura, y aunque no es este espacio el más idóneo para hacerlo, me empujaron al teclado bajo un cosquilleo que me hizo recordar ciertos habaneros albores. Mas no escribiré para arquitectos, como arquitecto. No puedo dejar de serlo, claro está, ni quiero, pero lo que diré sobre este edificio no pretende encajar en moldes disciplinares o académicos. Intentaré que mis lectores participen mi extrañeza ante esta obra, que la celebremos juntos como “simples espectadores”. Lo primero que evitaré (no me habría creído capaz de ello hace unos años, ¿lo seré ahora?) es el análisis integral del edificio. Evitaré entrar en la lógica de sus espacios interiores, en su lógica funcional, estructural, constructiva o económica. Algo me dice que si voy por ahí me pierdo. Porque esta vez se trata de comentar un extrañamiento en dirección al júbilo, no de explicar lo que ha cedido el artista para lograrlo, en dirección a la duda, la pena. ¿Ven? Con los años aprendemos a no ser rácanos cuando la ocasión lo merece… Así que, primero, celebro un edificio de notable alcance poético, y después me pregunto: ¿cómo es posible que un arquitecto japonés haya dado tan de lleno con algunas de las claves de la arquitectura mexicana? ¿Las buscó esforzadamente o se las encontró sin más? Y qué más da. Ahí está la obra, ¿no?

Ambos hallazgos, poética y contextualidad, son en esta obra una y la misma cosa, la fundamental. El edificio logra una imagen potente con vocación de símbolo, porque formaliza una idea muy importante: también en el siglo XXI la arquitectura puede y debe dialogar con el hombre, sus humanas aspiraciones, su entorno socio-cultural y físico-ambiental. Después, bueno, aparecen el diseño asistido por ordenador, las audacias técnicas, y hasta los delirios inversores, pero sólo como cómplices invitados, como agentes secundarios al servicio de lo que importa, ese colmo poético que valida todos los esfuerzos, justifica todas las “locuras”... Como ya dejé medio dicho antes, no me planteo especular ahora sobre si el arquitecto hubiera construido o no este mismo edificio en Holanda o en Jamaica. Lo hizo en Monterrey, México, y eso me vale. Me centro en esta obra y no en la ejecutoria de Ando.

Si existe la arquitectura mexicana (yo creo que sí, es obvio) no es porque a la fuerza calcen en ella los edificios levantados en México, pues no se trata aquí de mera pertenencia geográfica o político-administrativa, sino de peleada y ganada identidad; tampoco porque muchas de sus obras (vernáculas o académicas) compartan cierto gusto por el color, la textura o la ejecución descuidada, detalles todos que, en mi opinión, no importan demasiado, y cuando son abusados resultan nocivos porque rayan en lo pintoresco. Si podemos hablar de arquitectura mexicana, es porque algunas de sus mejores obras de todos los tiempos responden muy atinadamente, y de manera concertada, a las condicionantes que México y sus habitantes les impusieron; porque supieron sintetizar y concretar en imagen arquitectónica toda la complejidad que encierra ese enorme y complejo país. ¿Y cuáles son las principales invariantes de esta arquitectura? Y ¿cuáles sus esenciales bases socio-culturales y físico-ambientales? En mi opinión: la masividad, que deviene de una gravedad congénita; la gran escala, que responde a la inmensidad del medio, a lo ambicioso del proyecto nacional; y el barroquismo, que pone en escena el drama mexicano, marcado por el encontronazo nada cordial de varias culturas. Quienes no estén muy familiarizados con la arquitectura mexicana pueden echar un vistazo a los conjuntos monumentales precolombinos, a los grandes templos barrocos de los siglos XVII y XVIII, especialmente a los ejemplos del llamado ultrabarroco o churrigueresco, a la obra de los grandes arquitectos del siglo pasado: Barragán, O’ Gorman, Zabludovsky, Legorreta, Ramírez Vázquez… Sí, México es un país muy extenso y diverso, con climas que van del subtropical al continental o desértico, con importantes diferencias culturales entre las diferentes regiones, pero si algunos rasgos distinguen lo mexicano, son la gravedad, el gigantismo y el drama. Éstos han sido parte esencial de un proyecto cultural, que, aunque sometido a grandes y continuas tensiones a lo largo de la historia, fue magistralmente expresado por su arte: arquitectura, muralismo, pintura, escultura, literatura, música, cine…

El Centro “Roberto Garza Sada”, proyectado por Ando para la Universidad de Monterrey, me parece un excelente edificio mexicano: masivo, escalado a lo grande y con algunos notables guiños al barroco y a la arquitectura precolombina. El arquitecto se abstrae del gusto actual por la cacharrería al que se pliegan muchos de sus colegas-estrellas para enfrentar encargos de similar relevancia, y trabaja con los elementos precisos para dar en el clavo. Parece sustraer a la omnipresente Sierra Madre un bloque de roca para modelarlo según conviene al ethos de sus moradores. El edificio es rotundo en su volumen y muy masivo. Grave. Adusto. Pulcro. Pero también está escalado a lo mexicano. Por tratarse de una pieza única de dimensiones considerables, y porque la perforación que se le hace para producir la puerta urbana es enorme, quedando muy bien contrastada con los discretos accesos al interior. Un puente estereotómico (perdónenme el término, pues no hay otro igualmente adecuado) grave y grande. Y entonces aparece la tercera invariante de la arquitectura mexicana, la barroca. Porque contrastando con la tersura del rocoso puente, se irrita sin miramientos su intradós, su panza, para que la luz dé un perfecto contrapunto y acentúe las tensiones en dirección al desconcierto, al drama. El barroco mexicano tiene muchos ejemplos con similar convivencia entre volúmenes tersos, pesados, y paños sumamente irritados. Pero ¿quién no ve aquí, además, la referencia formal a otro discurso arquitectónico mexicano con iguales contrarios dialécticos: masiva tersura frente a excesiva irritación? ¿Acaso no se manejan estos elementos en la arquitectura precolombina de este país? Hay muchos ejemplos de ello, pero nótenlo en la pirámide de Kukulcán, Chichén Itzá, por citar el caso tal vez más relevante. Por el edifico de Ando no se desliza la serpiente emplumada para anunciar los equinoccios. No existe aquí esa dimensión mágica, religiosa; pero sí parece arquear su vientre para dejarnos pasar. Y aunque nos recuerde su perseverante influjo, aunque tense su primera invitación, también nos hace más humano, leve y entretenido el tránsito bajo el pesado pórtico. Porque el gesto barroco tiene en esta obra una doble lectura. Por un lado añade tensión dramática, pero por otro (aquí, tal vez, su peaje al canon postmoderno) quita trascendencia a la soberbia y rocosa estructura, mediante la humana relajación que propicia una curva amable e historiada.

¿Cómo pudo un arquitecto de origen tan lejano acertar tanto? Entre las arquitecturas tradicionales mexicana y japonesa (especialmente la que no tiene influencia china) hay enormes y esenciales diferencias. La una masiva, estereotómica; la otra ligera, tectónica. La una propensa al gigantismo; la otra modestamente escalada. La una barroca, dramática; la otra formalmente contenida, serena. La una con espacios cerrados, estancos y totalmente determinados; la otra con espacios fluidos, abiertos y flexibles. No sólo son diferentes, sino opuestas en muchos sentidos. Es como comparar en cuanto a tamaño de grano, peso, o intensidad de color y sabor, al maíz con el arroz… Cierto que Ando, aun recogiendo parte de su tradición, ha sido bastante occidental en algunos sentidos, y muy pronto se aficionó al trigo. Son evidentes en su obra las influencias de Le Corbuisier y Kahn. Pero aún así, sorprende su acierto en un trabajo sometido a condicionantes que a priori le son tan ajenas. Esto y la obra en sí misma me impresionaron desde el primer momento. Excelente edificio. Muy mexicano. Me atrevería a decir, incluso, aunque con algunos matices, hispanoamericano. Como diría Lezama: “con una gravedad alegre”. Como diría Cervantes: “…grave sin presunción, alegre sin bajeza…” ¡Enhorabuena, maestro!