jueves, 20 de noviembre de 2014

Inventario anual, pausa y poema







Queridos amigos, como cada año llegada esta fecha, debo aparcar mi cuaderno digital y encerrarme para la poesía. A partir de ahora y hasta el próximo enero, emplearé todo el tiempo que pueda arrebatarle al trabajo “alimentario” para escribir y corregir poemas. Espero poder con un libro que me pide paso. Deséenme suerte. Durante todo el “curso” estuve activo en este medio. Publiqué unos cuarenta textos de diferente tipo y extensión. Me divertí, contacté (y quién sabe si conseguí) nuevos lectores, hice nuevos amigos, obtuve pruebas de una complicidad en progresión, sobre todo en las redes sociales, pero también a través de los correos electrónicos, las llamadas telefónicas y los mensajes privados con que muchos se hacen presente. Gracias, muchas gracias. Cada vez me siento más cómodo sosteniendo este espacio donde suelo citarme con ustedes (“la inmensa minoría”) para contestar el imperio de la “realidad”. Me obliga pero me place. Además me mantiene a la temperatura óptima para escribir. Y, quizás lo más importante, me hace creer que todavía hay tiempo y espacio para hablar de las cosas que aquí nos importan (permítanme ahora utilizar el plural, realmente escribo para hablar con ustedes). Este año lo hicimos con más o menos profundidad sobre muchos temas: música, teatro, narrativa, poesía, escultura, pintura, arquitectura, historia y pensamiento; publiqué artículos, ensayos, reseñas, notas, poemas y hasta un cuento; les hablé sobre artistas de muy diverso tipo: Georgina Sánchez, Tadao Ando, José Luis Alonso, Delfín Prats, Paco de Lucía, Rolando Paciel, May Criado, Javier Bustelo, Ángel Vallecillo, Abilio Estévez, Gabriel García Márquez, José Kozer, Gastón Baquero, Pentti Saarikoski, Antonio Piedra, Joaquín Badajoz, Francisco dos Santos y Margarita García Alonso. Espero haber ayudado, aunque sea un ápice, a la difusión de sus importantes obras. Con esa intención trabajo. Intento coser y recoser memoria, propiciar necesarias conexiones entre las terminales de sus incubadoras. Lo hago con la certeza de que el mundo no cierra todavía. Muchas gracias, insisto, por darme las pruebas pertinentes en tal sentido. Los espero en enero. Hasta entonces me despido con un abrazo y un poema de mi libro inédito “En las hoces del deseo”.

               

Los pliegues del deseo



Primero todo apremio.
Deseo animal del pudridero
donde validar el eco de un gemido
y el linaje alentador de una presencia.
Valen ahí la salazón del miedo,
el pedigrí de la antesala del verbo  
para lograr de la tribu salvoconducto y vía   
hacia las heces del tiempo.

Después conocimiento.
Deseo de apurar en los sentidos  
el esférico vibrar de la materia
que se esponja y retrae en el vaivén de los siglos.
Acotado de un predio donde las ganas tienen
su contrario y su réplica; polos necesarios
para engendrar posibles: clan,
límite, identidad, conciencia...  

Más tarde el sexo
en su naciente balbuceo de incógnitas.
Deseo de atravesar lo otro en remolino.
Alteridad torpemente ultrajada
con febriles quillas de inocencia y culpa.
En todo caso frustración primera
tras la quiebra del horizonte gayo
que incauto equivocó la estiba.

Luego la libertad.
Esa joven medio enfundada en su túnica
a la que todos miran el busto matutino
para soñar finalmente su entrepierna. Sí,
puede ser un cuadro, un mito, un sueño,
una lágrima detenida en el umbral del beso
que cada noche recibes de tu madre. Libertad:
deseo de volar, ala, vértigo…

Después de nuevo el sexo.
(Entonces ya cuestión de vida o muerte)
Punzante obsesión de vulnerar lo otro,
de gotear sobre ello y renacer al tiempo
desdoblado, devuelto al animal que siempre
te salva de lo eterno... Como el oso,
que guarda al salmón de la caída libre
hacía su río incierto.

Le sigue el éxito:
Deseo de trepar a las esfinges
para izar en ellas tu bandera.
Urgencia de sonar, de resultar visible 
sobre el montículo romo en que yace la inocencia,
isla de escarcha que al filo de la noche
se sabe ya cadáver de un fiero mediodía. El éxito, ah,
gentil negociado de fiascos y abortivos.   

Y finalmente este plácido remanso...

¿Adónde vamos, Deseo,
como zombis?



miércoles, 12 de noviembre de 2014

Bendito Maldicionario
































Leí recientemente la obra poética de Margarita García Alonso. Lo esencial de ella, quiero decir, en una compilación preparada por la propia autora con poemas seleccionados de nueve de sus libros. Sé que esta obra no me necesita como comentarista (ya se explica y justifica a la perfección por sí misma) pero debo comentarla para vosotros. Primero, y perdonad el abuso, porque lo necesito yo. Segundo, porque cualquier obra poética, incluso (especialmente) si llega a este altísimo nivel de calidad, precisa voceros militantes que ayuden a su difusión. Entonces froto la lámpara, y, con vuestro permiso, pito.

Llegué con tardanza a la poesía de Margarita. Apenas la había leído en algunas antologías, y antes de esta zambullida en su obra, sólo leí íntegramente “El centeno que corta el aire”, gracias a la gentileza de nuestro común amigo, el poeta y editor de Betania, Felipe Lázaro, que me lo envió con una entusiasta llamada de atención. Ya veis, leo y releo, también poesía, y todavía me permito el “lujo” de tales carencias… Bueno, llego tarde pero aquí estoy. Me abruman la obra y su extensión, así que en este primer pitido convocante me abstengo de entrar en toda ella para centrarme en uno de sus pliegues. Pude hacerlo en otros, pues todos tienen similar interés, pero escojo Maldicionario.           

Si Margarita hubiera estado en casa de Agatón aquel día, a los postres de la célebre comida que tan brillantemente reprodujo para nosotros Platón, y en la que algunas de las principales cabezas de Grecia especulaban sobre Eros (es mucho suponer, claro, ella no hubiera sido invitada; para su suerte, pues un animal poético tan hembra nunca es proclive a la mayéutica masculina, pero supongámoslo); si hubiera estado allí, digo, y no en alguna Casa de Hetairas, espantando con todas las poéticas posibles el cáustico aburrimiento a que estaban condenadas las canónicas Nikés de Atenas; en el momento exacto en que Diótima, por boca de Sócrates dijo que Eros “es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es más bien duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos”; en ese mismo momento, estén seguros, Margarita habría esbozado una sonrisa cómplice y habría abandonado la sala para escribir Maldicionario. Pero si a pesar de su empeño hubiera sido retenida bajo cualquier pretexto por un Adonis pensante, llegado el momento en que Diótima (Sócrates/ Platón) dijo que Eros por encima de todo resulta un “impulso creador”, Margarita hubiera roto el dominó, y ya sin poder aguantarse, se habría encaminado a su libro exclamando: “toda ecuación del mundo está en el sexo”. Así de segura, y a la vez de femenina la imagino en aquel trance, porque de tales materias está construido su libro: Amor y erotismo (suponiendo que no sean uno, sino palo y astilla respectivamente) como base de un tremendo impulso creador.

Maldicionario es un poemario de amor donde, además, se ajustan cuentas con el pasado. Del pasado emerge un escepticismo amargo, pero Margarita no lo acepta mansamente. Su capacidad de amar y su inspirada locura le permiten pretender una redención que, aunque se ve postergada de continuo, jamás se da por imposible. Margarita cae y se levanta engallada una y otra vez. Siempre que es “violada por un hombre sin rostro” (qué terrible episodio) “navega su miedo” y rehace su himen poético para seguir adelante. “Yo menstruaba por el ojo de la desolación”, dice la poeta. “Aans te «vaginaré» demencias”, se rehace lúcida y esperanzada, con una confianza en sí misma que paraliza, que nos contagia y abduce porque está cargada de verdad poética.

No hay en este libro un solo verso falto de poesía. Su nivel es altísimo y homogéneo. Margarita, que se me antoja una síntesis perfecta (aunque isleña) de la Pizarnik y la mejor Andreu (Blanca), maneja un verso ambicioso y canalla a la vez. Pero su ambición es siempre femenina, tiene la gravedad justa, y su decir canallezco nunca es académico. Sí, cuántos supuestos antipoetas, que vendieron y venden bisutería a fotutazo limpio, se acartonaron, se hicieron catedráticos escondiendo su flojera tras un colegueo pueril, volátil y estéril… En Margarita, sin embargo, todo es verdad, o sea, mentira de la buena buena. Su verso, aunque sagaz y nada encopetado, tiene tal vuelo poético, que nos engancha estemos donde estemos, seamos quienes seamos, para catapultarnos después a su personal universo. Pues, aunque “el sol se [haya ido] a putear al fondo de las nubes/ después de hacerse nulo en los acantilados”, “es triste renunciar a un putillo, si es Madrid y enero”. Putillo el sol que se olvida de los caribeños cuando no a-islan, y putillos de la mejor estirpe los versos de Margarita; para todos los Madriles, para todos los eneros. Putillos que te placen sin saciarte, que te sacuden las entendederas y te penetran las tripas.

No hay nada solemnemente resuelto en esta poesía. Nada está cerrado a cal y canto. Cero sentencias. La imagen abre en ella sin cesar. Cuando creemos estar llegando a un oasis para remolonear un poco, Margarita nos aguijonea, nos desampara de nuevo para que sigamos buscando. “Encuentro el horizonte terno”, nos dice. Y vuelven a caer sobre nosotros todas las preguntas, vírgenes y libidinosas: fértiles. Otra vez a bregar, a esperar la santa penetración, venga de donde venga, porque “da igual el santo que te penetre si trae yerba”. Todo vale, incluso la marihuana, la cocaína, si cohabita el espacio donde señorea la Gran Jerarca (su poesía), si se pliega a ella para encantarnos.

Hembrísima esta autora. Con una fuerza endiablada. Pura verdad poética. Ya quisieran muchos biendecir como maldice ella… Ahora, bueno, tocaría ponerme serio y señalar algunas tonterías formales, algunos despistes irrelevantes. ¿Qué libro no los tiene? Pero callo porque debo hacerlo, porque la poesía cuando tiene esta dimensión áurea ha de celebrarse por encima de todo. Así que escucho el acusmata pitagórico y con él repito: “No interrumpas a una mujer cuando danza para darle un consejo”.

Maldicionario, recuerden, de Margarita García Alonso.







jueves, 6 de noviembre de 2014

El tiempo en arquitectura. Thorncrown Chapel







                                      El tiempo no es otra cosa que una extensión, pero ¿de qué?
                                                                                                                   San Agustín



Hace unos meses, mi hijo Leonardo, que escribió un estupendo artículo sobre la Thorncrown Chapel, de Euine Fay Jones, [1] provocó que me detuviera en esta singular obra, construida en Arkansas, Estados Unidos, en 1980. En aquel texto, que sin dudas recomiendo, Leo hizo un análisis muy detallado y acertado sobre los mecanismos arquitectónicos que utilizó Jones para insertar de manera orgánica su pequeña-gran-obra en el entorno natural donde se levanta. Las palabras de mi hijo y las imágenes del edificio quedaron vibrando en mí hasta hoy, que, después de cierto merodeo, decido finalmente “entrar” a la referida Capilla, aunque por otra puerta (semioculta, lateral y oblicua) como es de esperar en alguien que viene de lejos y busca una vía para el ajuste poético. Y no sólo pretendo entrar en la obra de tal manera, sino dejar entreabierta para ustedes la puerta del tiempo en la arquitectura.

En la teoría y la crítica arquitectónicas de todas las épocas el tiempo es el gran ausente. Pareciera que en arquitectura todo es cuestión de espacio, pues las obras duran en el plano físico en la medida que sostienen su colonización, y en los planos metafísico o poético, en la medida que convierten el espacio colonizado en un vehículo discursivo capaz de arribar al símbolo. Para la mayoría de los teóricos y los críticos, el tiempo en la arquitectura parece tener dos destinos igualmente secundarios: De un lado, es el enemigo a vencer por la obra que porta un mensaje trascendente, y del otro, es el escurridizo huésped que debe ser indagado, descrito y retratado para resultar potable a la memoria. En fin, la arquitectura que se sostiene en el tiempo y que nos habla de aquél (prehistórico o histórico) donde se gestó. Los títulos de algunos libros pueden ser engañosos en este sentido. Ahí tienen, por ejemplo, el “Espacio, tiempo y arquitectura” de Giedion, que se limita a explicarnos, con un ánimo cercano a la sociología, cómo y cuánto es la arquitectura un portavoz fiable de su tiempo histórico. Lo mismo hacen Benévolo, Argan… casi todos. Es cierto que hay teóricos que estudian el tiempo como subalterno del espacio arquitectónico, en tanto elemento generador y estructurante del mismo, pautado y medido a través del ritmo; pero a mi juicio faltan los estudios que nos expliquen el trabajo de la arquitectura con el espacio-tiempo, en puridad, al margen del tiempo histórico, liberada de su función arqueológica o narrativa con relación a éste, y también al margen del tiempo (tempo) como recurso compositivo, eventual y finito, que comienza y termina en ese rol.

Un estudio del tipo demandado, que sería de gran utilidad para el ejercicio de la arquitectura, y también para elevar el nivel de exigencia de sus usuarios, como se dice vulgarmente, no es moco de pavo. Es imposible que lo ensaye yo, aquí y ahora. Pero esta “obrita” de Jones me motivó lo bastante para comenzar a esbozarlo. Insisto, en este caso no se trata de saber de qué tiempo desencadenante nos trae noticias la obra, ni que tempo compositivo generó su estructura geométrico-espacial, o pautó el diseño de los elementos que determinan sus espacios (esto ya se hace comúnmente); hablo de cómo leemos el tiempo en la obra, a qué tempo nos conmina como usuarios, cómo la aprehendemos y disfrutamos en este sentido a lo largo de su vida útil.  

Toda obra arquitectónica trabaja con el espacio-tiempo, lo manipula. El espacio se determina. El tiempo también, porque su determinación viene impresa en la espacial, y marca el tempo con que nos apropiaremos del espacio en cuestión. Diríamos que cada espacio nos propone un tiempo, el suyo, a la vez que nos impone el tempo para hacerlo nuestro. El tempo es algo esencial en la vida del hombre. Enrique Badosa lo explica con brillantez: “En el tiempo, pasamos. En el tempo, existimos. En ambos, somos”. Entre pasar, existir y ser hay grandes diferencias (ver en Heidegger, por ejemplo) que resultan de vital importancia para todo hombre, pero, si me apuran, más aún para uno existencialista y postmoderno. Si no somos capaces de exigir (nos) una arquitectura que sepa lo que hace en este sentido, seguramente no lo haremos tampoco en otros órdenes, y entonces apenas pasaremos en un tiempo, cuando menos, desaprensivo, incluso hostil.

La arquitectura, en tanto trabaja para el hombre con el espacio-tiempo, no debe eludir su responsabilidad en este sentido. Qué menos que hacerse las preguntas más básicas al respecto: ¿El tempo que conviene al uso de la obra es el que se corresponde con un tiempo ilusorio (Oriente) que no existe, estancial, que no pasa y se limita a evocar una presencia; o con otro que existe (Occidente) viril y móvil, que siempre pasa, ya sea leve o gravemente: “líquido”, a lo Bauman, o como “imagen móvil de la eternidad”, a lo Platón? ¿Será alcanzado a partir de un tiempo absoluto (Newton); o de otro relativo, considerado como intervalo subjetivo entre un pasado que recordamos y un futuro que esperamos, en un presente al que estamos atentos? La obra final nunca estará al margen de estas cosas, hayamos pensado en ellas o no, pues le es vedada la mudez en tal sentido. Si su autor las obvia, como pasa tan a menudo, los destinatarios probablemente serán impactados por un tempo advenedizo, cerril o pasota, dictado al tum tum por la historia, y tendrán tan poca capacidad para disfrutarlo como para contestarlo.

Pondré un par de ejemplos que me ayuden a explicar esto antes de entrar definitivamente por la puerta temporal en la Thorncrown Chapel. Analicemos desde el punto de vista que vengo proponiendo dos obras contemporáneas y, de paso, la postura de sus autores.




Observen a qué tempo somos conminados por la Biblioteca que construye en Viena Zaha Hadid. Pareciera que en este espacio-tiempo apenas tendremos oportunidad de leer una viñeta. Aquí todo participa del corre-corre y el consumo veloz. Lectura rápida nos propone la arquitecta en un prestísimo incontestable. Aquí el tiempo no sólo pasa, acelera, vuela. Somos abarcados por un espacio envolvente (en todos los sentidos posibles de la palabra) el instante necesario para zarandearnos, leernos la cartilla y expulsarnos. Su tempo no parece coincidir con ése a que nos debiera invitar la lectura. ¿A que no? El tiempo occidental que existe y deviene agitado, inconsciente de sí mismo…

Observen ahora las Termas de Zumthor en Vals. Aquí el tiempo aparece dilatado. El tempo es largo. El baño en él adquiere una importancia enorme. El agua no sólo aparece estancada, cae de múltiples gárgolas, se mueve, incluso se agita artificialmente si es necesario (vean otras fotos), sin embargo, participamos un baño extenso, que importa; y el espacio queda impreso primero en la retina, después en la memoria, asociado a esa suerte de “tempo estancial”. En este sentido la obra tiene visos de Levante. En ella el tiempo no parece interesado en devenir, resulta una presencia detenida, amable. Tal vez una ilusión que nos empuja a la impermanencia budista; pero a la nuestra, claro, porque sólo nosotros parecemos impermanentes frente a un tiempo que por contra tiende al infinito merced a su bajo metabolismo.

Con independencia del tipo de obra que prefiramos (yo, es obvio, considero la obra de Zumthor mejor que la de Hadid, no para el baño o la lectura, que también, sino para la mayoría de los usos posibles) lo importante es que seamos conscientes de que en arquitectura no sólo importa lo espacial. El tiempo y el tempo son cruciales. Aparecen invariablemente asociados al espacio. Lo habitan, lo pautan y explican; lo hacen más o menos apropiado para su aprehensión y uso, más o menos nuestro: humano.

Pero entremos ya en la Capilla de Jones. Leo destacó en su artículo dos de los recursos que hábilmente utilizó el arquitecto para llevar a buen fin su vocación orgánica: la mimesis de la naturaleza (intervenida, claro, con el adecuado nivel de abstracción) y la disolución inteligente de los límites espaciales entre la obra y el bosque donde ésta se levanta. Estoy totalmente de acuerdo con lo dicho por él en ese sentido, pero examinemos ahora cómo gestiona el tiempo este pequeño y sabio edificio, cómo el tempo en que nos damos a experimentarlo refuerza y refrenda la intención del arquitecto.

Dijo Goethe: “el matemático aprecia el valor y la utilidad del triángulo, el místico le rinde culto”. Bien, ¿y qué hará entonces el buen arquitecto, mitad matemático, mitad místico, pero siempre artista que obra, con este primer capricho de la geometría? Es obvio: intentará dotarlo de un sentido complejo, útil y parlante. Eso hace Jones en esta delicada “obrita”. Apoyado en el programa religioso, pone todos sus recursos científico-técnicos en función de un edificio con alta capacidad simbólica. Enfrentado al medio natural, el arquitecto decide crear un edificio que dialogue con él. Sabe cómo hacerlo en términos espaciales, pero también en términos temporales. Un diálogo de este tipo no puede llevarse a cabo en cualquier tempo. No vale aquí un “tiempo líquido” como tutor o avalista. Hasta cierto punto puede “licuarse” el espacio, que fluye y disuelve sus límites para una mutua resonancia interior-exterior, pero no el tiempo. Para llamar la atención de un Dios oriental único, omnipotente y eterno como el judeocristiano, no vale un tiempo que se disuelva, que fluya sujeto al cambio perenne y la desmemoria. No vale, claro está, un tiempo urgido por el devenir. El arquitecto lo sabe, al menos lo intuye. El tiempo debe dilatarse, detenerse en la Capilla, por más que el espacio fluya desdibujando con inteligencia sus elementos determinantes.

¿Y cómo lo hace Jones? ¿Cómo invita al tiempo a detenerse? Pues queda con él en un espacio simple, cuyo eje longitudinal dominante resulta atemperado por el abrazo total de un medio marcado por la isotropía, y también por la irrupción de un eje vertical elaborado que invita a un movimiento ascendente, no en dirección a la historia, sino al cielo. Jones se cita con el tiempo en un espacio con cierta inclinación a lo vertical, inserto en un medio abarcante y sin líneas claras que indiquen movimiento horizontal. No es un espacio de planta circular que proponga al tiempo un giro ensimismado y cíclico, tendente al reposo por esta vía (no podría proceder así un tiempo divino) pero tampoco es un espacio claramente histórico que lo invite a devenir sin pausa. El tiempo se comporta aquí en clave oriental: mora, se hace presente, pero no se dispara. No existen motivos para que lo haga, porque no hay un horizonte histórico a la vista que alborote la percepción. Es cierto que el vocabulario arquitectónico, donde tienen un considerable peso gramatical los recursos técnicos, nos indica un momento en el devenir, pero aparece tan subordinado al lenguaje rector de la naturaleza, que no pasa de ser un sano asidero para evitar el despiste total. La arquitectura es siempre obra humana de su tiempo. Quede claro. Pero esto no está reñido con lo antes dicho.

Finalmente quiero poner en evidencia lo importante que resulta aquí, de cara a la manipulación del espacio-tiempo, la forma en que se pliega el edificio ante el bosque: cómo se funde con él, cómo recrea su dosel, en fin, cómo se mimetiza sin perder su esencia tectónica… Pues ¿qué indica devenir histórico en este medio natural? ¿En qué otro lugar se detendría el tiempo más a gusto, apenas sujeto a las exigencias de muda que imponen las estaciones, cíclicas y pausadas, tan titánicas ellas? Ni siquiera en las visiones más dramáticas relacionadas con el bosque, en las interpretaciones más “violentas” acerca de su generación (Lorca, por ejemplo, llega a ver los árboles como “flechas caídas del azul”) se puede vislumbrar en él un horizonte de severa fuga temporal. La Thorncrown Chapel es un hito arquitectónico sólo en relación con su bosque, donde el tiempo histórico bien podría llegar a carenar, y, parafraseando a Hörderlin, decir a los árboles: desde las ciudades y sus jardines llego hasta vosotros, hijos de las montañas… para calmarme.





1. “Naturaleza, arquitectura y signo”. Leonardo Tamargo Niebla. Texto presentado en el Congreso Internacional “Espacios simbólicos de la Modernidad”. Facultad de Arquitectura de la Universidad de Valladolid. Octubre de 2014.