viernes, 22 de mayo de 2015

Estatuas vivientes




 

 I


Fue el mejor afinador de pianos del sur de Europa. Aunque oriundo de un pequeño pueblo de Tierra de Campos, en Palencia, España, Diógenes llegó a vivir, casi, en los aviones. Siempre se ocupó de su familia desde el punto de vista económico, pero su cartera de clientes era tan amplia y especial, que le obligaba a una agenda inmisericorde, con frecuentes y largos desplazamientos. Compró viviendas en varias ciudades: Atenas, Zagreb, Milán, Toulouse y San Sebastián, aunque apenas las usaba. También era prolífico en conatos amorosos. Se le relacionó con grandes figuras de la música culta y el mundo empresarial, pero asimismo con putas de lujo o mujeres del más pintoresco famoseo. Leía. Hablaba varios idiomas. A los cuarenta había alcanzado el éxito, sin dudas. Manejaba una pequeña fortuna y contaba con una aceptación social envidiable.

Pessoa nació en Nápoles. Fue modelo. Trabajó con los mejores diseñadores italianos en muchas campañas de ropa y perfumes. Mientras duró su apogeo, en los staff de las mejores revistas de moda se le consideraba el hombre más guapo del planeta. Iba continuamente de un lado a otro, aunque pasaba las temporadas más largas en Florencia y Montreal, donde había comprado sendas casas: contenedores de lujo para guardar lo mejor de sus colecciones de ropa y arte. También era políglota. Vivía solo. O no, porque no sabía separarse de sus perros. Hasta en los camerinos de los espacios donde desfilaba, pedía y obtenía sitio para ellos. En algunos casos, lograba incluso que le asignaran personal para su atención especializada.

Cuando estos hombres disfrutaban la cresta de sus vidas, Jesús no había nacido.



 II


Diógenes y Pessoa se habían visto de lejos en alguna ocasión, pues ambos acabaron malviviendo en los peores antros de Lisboa, donde, además, compartían oficio. Su primer contacto directo tuvo lugar mientras participaban en un concurso de estatuas vivientes que se celebraba en la Praça do Comércio. Para desempañarse con opción al triunfo, a Diógenes faltaban los perros que “sobraban” a su compañero. Así que al descanso de la primera jornada hablaron del asunto. Podían colaborar en pos del premio (que compartirían en cualquier caso, claro) si pulían sus roles y se agenciaban la complicidad de los animales.

Tiempo atrás, Pessoa se habría dejado matar antes de consentir que ataran a una de sus mascotas. Pero éstas debían comer, incluso vacunarse, desparasitarse, tratarse contra pulgas y garrapatas. Tenían más de diez años y precisaban muchas atenciones. Lo que ganaba el poeta en el flamante Parque de las Naciones, sentado sobre su vieja Thonet y ante su destartalada Remington, no le alcanzaba ni para cobijarse decentemente. La oferta de Diógenes era tentadora, más en beneficio de los animales que en el suyo propio. El premio del concurso estaba dotado con tres mil euros.  

Diógenes había conseguido un barril en desuso que molestaba en la trastienda de un bar cutre de la Alfama. Tenía también una vieja lámpara de aceite que encontró a orillas de un contendor de basura, y pudo restaurar hasta poner en uso. Sólo necesitaba perros para completar su aparejo. Se negaba a recrearlos de forma inanimada. De mantenerse muy próximo a Pessoa durante la competición, Fígaro y Cara apenas lo extrañarían. Si por añadidura estuvieran bien comidos, tal vez aceptaran permanecer atados al barril. Entonces dejarían de contaminar la perfecta estampa poética de su dueño y colmarían la del “hippie” griego.

Cuando los extranjeros cerraban su trato para encarar la recta final del certamen, Jesús tenía veinte años, y, sin proponérselo, se vio implicado.



III


Jesús era escultor. Lisboeta de pro. Estaba especializado en piezas de arena. Solía levantarlas entre mayo y septiembre en las playas de Estoril y Cascais. A la sazón había ganado varios premios internacionales en esa categoría: Valladolid, San Diego, Acapulco… Pero en temporada baja para el turismo de mar, cogía una vieja cruz que guardaba desarmada en casa de un amigo, y obraba en su propio cuerpo la figura del Mesías para sobrevivir. Normalmente se crucificaba en las cercanías del Castillo de San Jorge.

Él también participaba en el concurso. En un bar cercano a su sede, donde merendaban las “estatuas” invitadas por la Organización, Jesús escuchó la oferta que hizo Diógenes a Pessoa y puso atención al resto. Hablaban en inglés, pero él podía entenderlos muy bien. Mientras repasaban los detalles de su acuerdo, Jesús se mantuvo callado, aparentemente al margen, espiando. Gracias a ello, pudo escuchar también cómo, una vez superado el impasse negociador, y metidas en escena las primeras cervezas, los hombres se contaban uno al otro las complejas historias de sus vidas.



IV


El jurado debía acometer la última fase de su trabajo. Consistía en evaluar, sobre todo, la vertiente más graciosa de las estatuas: el gesto que hacían para salir de su impavidez cuando recibían una moneda de los espectadores. Pessoa debía teclear en su Remington la palabra gracias. Diógenes debía encender la llama de su lámpara. Jesús, que para entonces se había colocado al lado de los extranjeros, y tenía sus cuatro extremidades comprometidas en la cruz, debía levantar la cabeza, mirar al cielo como implorando al Padre.

El jurado estaba integrado por artistas, políticos y patrocinadores. El principal entre estos últimos era el Banco Espirito Santo. Su director en Lisboa, el señor Costa, fue seleccionado por los restantes miembros para lanzar la moneda en las escudillas de los concursantes. Su nombre, cargo y cometido se anunciaron por megafonía y comenzó la definitiva ronda evaluadora.

Cuando Costa se acercó a Diógenes, Fígaro y Cara, que hasta entonces se mantuvieron mansos y obedientes, comenzaron a ladrar con insistencia arrastrando el tonel del filósofo-mendigo. Uno de los guardias que escoltaba la comitiva sacó su porra en actitud amenazante. Mientras caía la moneda en la escudilla de Diógenes, Pessoa se interpuso al policía para proteger a sus animales. Sin querer tiró al suelo la lámpara de su cómplice y renunció al concurso abrazándose a los perros. Diógenes se llevó las manos a la cabeza. Los jueces, nerviosos, abandonaron los fallidos puestos y se acercaron a Jesús. Éste, aunque muy mermado en su movilidad, había visto de reojo lo ocurrido a sus competidores, con quienes ya tenía un feeling especial, pues las historias que hurtó mientras se sinceraban mutuamente en el bar, lo habían estremecido. En aquel instante Jesús también olvidó que optaba al premio. Se apartó del guión. Mantuvo su rostro inmóvil al recibir la moneda. Dejó caer una lágrima. Ganó.



V


Con la plaza abarrotada de participantes y público, Costa le entregó el cheque al vencedor, todavía Jesús, pero ya Helder, cuyas únicas palabras fueron: “El corazón, si pudiese pensar, se pararía”. La gente aplaudió con verdaderas ganas. Fígaro y Cara no dejaban de ladrar al encorsetado Midas. La policía se mantenía alerta. Pessoa, para entonces Giani, esbozó una leve sonrisa, y contagiado tal vez por el cariz del momento, le dijo a Diógenes: amigo, “la luna es el sol de las estatuas”. Diógenes se mantuvo impasible. Estaba vivo, pero era demasiado viejo. Ninguno de los presentes supo qué nombre gastó en su otra vida. Finalmente resuelto en las calles y plazas de Lisboa, ya no era capaz de afinar su maltrecha fe.



viernes, 15 de mayo de 2015

Nudo rojo








I


Tenía trece años cuando se enamoró de Willy. Vivía con su abuela materna en Párraga desde los seis. Entonces sus padres emigraron y nada más se supo de ellos. O sí, pero indirectamente. Al parecer, recién instalados en New York, fueron baleados por un asunto de drogas. Con Willy, que tenía quince, drenó sus primeros impulsos sexuales. Carmen era una adolescente introvertida, pero ante su novio no sabía negarse. A las pocas semanas de iniciada la tórrida relación, ya compartían cuarto sin disimulo. Aleja era incapaz de controlar a su nieta. Creía aconsejable tenerla en casa, aunque fuera gimiendo de continuo bajo aquel joven que al menos era vecino, hijo de una familia conocida en el barrio, por muchas generaciones asentada en él. Aleja trabajaba en una panadería. Tenía que ausentarse todos los días durante varias horas. Su modesto sueldo era el único ingreso con que contaba el núcleo familiar. Carmen cursaba el octavo grado. Willy, que ya lo había repetido dos veces, también.

En enero del ochenta y siete, la Secundaria Básica de Párraga donde ambos estudiaban, y cuyo nombre prefiero no invocar aquí, albergó a sus alumnos en un campamento construido para tal fin en las afueras de San Antonio de los Baños, pequeño pueblo situado al suroeste de La Habana, a orillas del Ariguanabo, y en aquella época dedicado casi por completo a la actividad agrícola. Entonces todas las escuelas de la capital hacían esto: una vez al año sacaban al alumnado de su entorno (urbano, familiar) y lo llevaban a trabajar al campo durante mes y medio esgrimiendo razones que no vienen a cuento.

Willy era un chico con experiencia sexual. Se había iniciado a los doce años con Cacha, mulata y santera de edad desconocida que, además de prestar valiosos y bien remunerados servicios espirituales en el barrio, ofrecía gratis su otra y placentera cátedra a los adolescentes que quisieran tomar nota en su viejo box spring. Sí, Willy fue uno de sus alumnos aventajados, pero también era un perfecto trajinao, o sea, un mierda que debía obedecer órdenes de los maleantes para evitar daños físicos, sobredaños sicológicos. Cacha, que lo conocía bien y llegó a tenerle cierto cariño, lamentaba que semejantes aptitudes en la cama se asentaran en un carácter tan pusilánime. 

Llegado al campamento aquel invierno, Willy tenía varios caminos para negociar un frágil sosiego. Como había hecho en otras ocasiones, podía lavar la ropa a los jefes, limpiar sus botas, compartir con ellos la comida, hacer parte de su trabajo... Pero esa vez escogió una vía inédita y mucho más efectiva, también más cómoda y morbosa: ofreció a Carmen.

Cada noche, de lunes a sábado, hiciera más o menos frío, Willy llevaba a su novia hasta un bosquecillo que rodeaba al campamento. Cinco compinches la esperaban puntuales para apaciguar a sus peores demonios. Ella sólo ponía una condición: primero, con su amante, después, lo que éste mandara. Cuando Willy terminaba, y Carmen había gozado a piernas sueltas, uno a uno (nunca hubo en acción más de dos a la vez) se la templaban aquellos inútiles. No mediaban caricias, besos, felaciones. Sólo una y la misma postura. Sin palabras. Total, eran cinco minutos. Uno por cabeza. Ninguno aguantaba más. Carmen, que antes había orgasmeado a gusto con su novio, mantenía las piernas abiertas y parecía ida. Willy se mostraba tranquilo mientras charlaba y fumaba con los bienvenidos a su banquete. Ya era un chico popular entre los malos. Un pendejo, sí, pero con su valioso don: era el único que hacía retorcerse a Carmen sobre la yerba, que se la templaba en varias posiciones, que la hacía chillar de gozo; y, además, el único a quien su novia obedecía ciegamente, tanto, que cada noche se aburría pasando frío bajo cinco sudorosos idiotas, recogiendo todos sus fluidos con tal de que su “hombre” no tuviera que lavar ropa ajena.

De poco le valió la entrega, sin embargo. Cuando, a las pocas semanas de regresar al barrio, tuvo que abortar por prescripción médica, habiendo comprobado además que la familia de Willy (él incluido) se desentendía y descargaba todo el peso del penoso trance en Aleja, Carmen dejó a su novio. Sufrió mucho con todo aquello. Abandonó la escuela. Acaso agotó su interés por los varones.



II


Veinte años más tarde Carmen también emigró. Se lió con Amaya, una bilbaína que había enviudado en condiciones raras, (su marido se suicidó por causas y con medios nunca bien determinados) después de que el matrimonio hubiera adoptado a Itziar, niña de origen vietnamita que tenía ocho años cuando despareció su padre adoptivo; doce, cuando se conocieron las dos mujeres. Sucedió en La Habana. Amaya, nutricionista y profesora universitaria, participaba en un congreso organizado por una empresa estatal cubana donde Carmen trabajaba de recepcionista. Seis meses después, Carmen vivía en Bilbao. Se había casado y experimentaba por primera vez algo muy cercano a la maternidad total. Cuando su pareja viajaba por exigencias profesionales, (lo hacía con frecuencia) ella se quedaba al cuidado de Itziar.

En dos mil nueve, Amaya, invitada por una universidad romana a impartir clases en un curso de verano, decidió hacerse acompañar por la familia. Carmen e Itziar podrían conocer la ciudad mientras ella estuviera trabajando. Habría tiempo para todo. Las clases le ocuparían apenas media jornada… Viajaron juntas. Se hospedaron en un viejo hotel cercano a La Rotonda, con el Panteón a tiro. Amaya, que disfrutaba de una economía holgada, muy permisiva, se lo había recetado a sí misma. Allí estuvieron, entre otros, Nietzsche, Sartre y de Beauvoir, por algo será...

El mundo no es tan grande como algunos piensan y otros necesitan. Cada vez lo es menos. La primera mañana que Carmen bajó de la habitación para desayunar con Itziar, (Amaya en clases) mientras se orientaban en el vestíbulo, y en vano pretendían una ventana con vistas a la imponente casa de todos los dioses, la niña, que había aprendido a detectar el acento cubano allí donde asomara, y siempre lo hacía notar con una risita socarrona, le comentó a Carmen que había “cantantes” en la puerta del hotel. Vaya, apenas entrevisto aquel hervidero de almas, aparecía el primer testimonio de la diáspora patria. Carmen dijo a Itziar que lo obviara, que cubanos había en todas partes, que se diera prisa. El premio: Roma.

Salían a la calle, cuando un hombre se les encimó cortándoles el paso. Bajo una calva mal administrada, el pasado encarnó inoportunamente. Para Itziar, otro isleño cantarín. Para Amaya, el peor de los espectros gravitando a su pesar, en su contra. Ni cien panteones con miles de divinidades muertas en sus pétreas panzas, hubieran pesado la mitad que aquella mirada. Obviamente, Willy, (para entonces, y en media Habana, Guillermito-el-trompeta*) con sus “avales” íntegros, a priori no despertaba en Carmen un ápice de lascivia, ni siquiera de su potencial resentimiento, pero tampoco le regalaba la cara indiferencia.

Hubo que detenerse, explicarse un poco, mentir quizás… Él dijo formar parte de una misión diplomática ante el Vaticano. Sin que ella tuviera que preguntar, aclaró que venía de Cuba. Ella dijo que vivía con una (su) mujer en Bilbao. Willy pareció obviarlo. Soltó alguna nimiedad sobre su familia con la intención de parecer emocionalmente simétrico y se interesó en especial por Itziar. Aquella chica púber, en plena eclosión hormonal, que sonreía mientras él hablaba, con sus ojos bien parapetados tras unas escasas hendiduras, le producía gran curiosidad. Poco tardó en entablar con ella una conversación fluida… Compartimos hotel, Carmen. Preséntame a Amaya. Déjame conocer a Itziar. Tratémonos como viejos amigos, dijo al despedirse.

Roma se dejó mirar. Pero un caprichoso velo impedía el añorado tuteo. Carmen sólo veía piedra donde había piedra, gente, donde había gente. El más allá de todo aquello no se espiraba al cielo, ni se posaba en su hija. En vano buscaba resolverse en el hospital habanero donde abortó sin haber cumplido los catorce, en el bosquecillo de San Antonio de los Baños, donde, con la misma edad, pasó cuarenta noches en estado postorgásmico, completamente ausente, mientras la inundaban de semen, quién sabe con qué otro regalito incluido, cinco tipejos con sus tatuajes “reglamentarios”.

Por la tarde habló con Amaya. Valoraron el cambio de hotel. Terminaron, sin embargo, restando importancia al asunto. Carmen podría con ello, seguro. No había que preocupar a Itziar. Además, ¿por qué pensar que volverían a coincidir? Si era diplomático, tendría cosas que hacer. Tal vez bastara con retrasar un poco la hora del desayuno. Ahí lo dejaron. Al menos ahí lo dejó Amaya… en aquel momento.

Carmen no volvió a tropezarse con Willy en los siguientes días. Pensó que todo había pasado, al menos en lo tocante a las incómodas encarnaciones del fulano que tanto escoraba su memoria. Recordar un hachazo puede doler mucho, quién lo duda, pero la presencia misma del hacha siempre anuncia filo, sobreexcita la herida, anula el efecto de los analgésicos… En fin, a pesar de todo, Roma se esponjaba poco a poco. Donde había piedra y gente comenzó a brotar cierto entusiasmo ideal. La niña estaba cada vez más ilusionada con sus vacaciones, aprendía las primeras frases en italiano...



III


Después de doce días de intensa búsqueda, y estando Carmen de regreso en Bilbao, encontraron el cadáver de Willy en un matorral a orillas del Tíber. Ella pareció enterarse cuando Aleja le contó por teléfono y a deshoras (madrugada en Cuba) que Willy había sido asesinado en Roma, que su familia estaba abatida, que todos intuían la mano de la C.I.A. metida en el asunto, pues él era un activo agente de la contrainteligencia isleña y tenía muchos enemigos fuera.

Salvo las implicadas, nadie supo que justo la última tarde que pasaron las tres en Roma, Willy logró distraer a Itziar en una pequeña terraza de la plaza Barberini, aprovechando que sus mayores habían entrado un momento al local que la regentaba: Amaya, para pagar la consumición, Carmen, para ir al baño. Nadie supo que ellas mismas, sin piarla, (cuánto intuyen las madres, por Dios) al notarlo echaron a correr de inmediato en la dirección buena, y encontraron a la niña de vuelta en el hotel Pantheon, pero en la habitación equivocada; a salvo todavía, sí, pero temblorosa, balbuciente, sin sonrisa alguna que dedicar al acento cubano, con la recreación del Huevo de Némesis que debía adornar el tocador entre las manitas frías.

Aquella mañana, desde Bilbao, y aunque todavía en vías de acomodar lo ocurrido en su jodida memoria, Carmen escuchó y habló con normalidad a su abuela, que, aún válida pero muy anciana, resistía bravamente en su ciudad natal. Antes de colgar, sin embargo, le pidió que fuera a su antigua habitación, cogiera una cinta roja con un nudo doble que estaba en la primera gaveta de su mesilla de noche, y se lo llevara a Cacha. Le pidió que, sin más, dijera: Según Carmen, es la hora. Aleja debía esperar a que Cacha le devolviera la cinta ya sin el nudo (sólo la santera estaba autorizada a desatarlo) y entonces la podía tirar donde le diera la gana... La anciana preguntó: Hija, ¿hace poco estuviste en Roma? Carmen enmudeció… Amaya rápidamente le quitó el teléfono y tomó la palabra: Ama, Roma es una ciudad maravillosa. Por segunda vez, estuve yo. 


* En La Habana, vulgarmente se llama (también) “trompeta” a los chivatos que trabajan para el régimen castrista.



sábado, 9 de mayo de 2015

Zepelín danzante







El pasado sábado dos de mayo, mi amigo, el gestor cultural Jesús Pastor, me invitó a  ver un espectáculo de danza contemporánea: la gala-resumen del Certamen Internacional de Coreografía Burgos-New York 2014, que, organizada por el Ballet Contemporáneo de Burgos, aterrizó aquella tarde-noche en Pedrajas de San Esteban, Valladolid, como un maravilloso zepelín que se hubiera extraviado al viajar entre Paris y Viena. Un gran acierto de los programadores, porque si hay algo que puede subir al carro de la alta cultura a quienes orbitan en la periferia de sus “soles”, es el arte a este nivel. ¡Enhorabuena! ¿Acaso no cantó Caruso en Manaos? Bueno, seguramente no, puede que sólo sea una leyenda, pero si en realidad lo hubiera hecho, hasta los más sencillos caucheros, de resultar involucrados, se habrían apuntado al coro.

Casi todo lo que vi en Pedrajas, (muy disfrutado y aplaudido por los asistentes, ahí lo tienen) bien pudiera representarse en el Carnegie Hall o en el Gran Vía, pero interesa, seguro, a cualquier ser humano, pues nadie soporta un espejo adecuadamente colocado ante sí, sin experimentar cierto cosquilleo narcisista; y la danza, ese incontestable universal, aunque sacada de los ámbitos rituales y llevada a los escenarios, sigue siendo, sobre todo, un vehículo de especular humanismo: Bailamos para vosotros, nos dicen los bailarines, si os dejáis, haremos que bailéis a través nuestro: bailaremos todos. ¿Quién pudiera declinar tal invitación?

El zepelín llegó cargado de sorpresas. Traía gente de múltiples Españas, incluso de Cuba, pero también de otros varios países europeos, entre ellos Alemania e Inglaterra. El programa, que recogía los premios del referido certamen en el pasado año, era ecléctico, segmentado en actuaciones cortas que nos dejaron con ganas, pero a la vez abrieron el abanico para que se batieran aires diversos y nadie escapara a su potencial embeleso. Desde la danza más clásica y moderna de la escuela Graham, a la más vanguardista y postmoderna, pasando por la llamada Danza Urbana, que trabaja sobre ritmos populares norteamericanos expandidos ya por medio mundo. Desde la danza más narrativa, que se apoya, incluso, en el discurso del cancionero popular para “explicarse mejor”, hasta la que prescinde de un sólido relato y nos transmite contenidos más esenciales y abstractos. Desde la muy musical, quiero decir, la que se apoya en una música con severa base rítmica, hasta la que prescinde de cualquier música auxiliar, porque la crea o recrea por sus propios medios partiendo de los sonidos corporales que emiten los bailarines. Todo ello puesto en escena con una calidad que no solemos esperar (porque no solemos recibir) en las pequeñas salas de la Castilla profunda. El escenario del auditorio Eloy Arribas es reducido, pero ni siquiera las obras más espaciales, en mi opinión “Anna” y “Par ici!”, ambas bailadas por Jennifer Gohier y Grégory Beaumont, generaron tensiones desfavorables en este sentido.

La estructura dada al programa también resultó muy efectiva. Comenzamos sobrecogidos por “Anna”, de Francesco Vecchione (Alemania), una obra bastante abstracta, hondísima, de un dramatismo intenso, casi matemático, y un gran lirismo; y terminamos con el ritmo cardíaco descompuesto, temblando con la obra “El diablo a sus hijos”, de Jairo Cruz (Cuba), que, prescindiendo de la música, y gracias a una coreografía perfecta, perfectamente bailada por el propio coreógrafo junto a Gabriela Guerra Woo, llenó el escenario de fuerza y color, pero también de un edificante desconcierto, de una angustia esperanzada. Esta obra, y con ella el espectáculo, terminaron ante un patio de butacas entregado, nervioso, me atrevería a decir extático, que ponía la música, eminentemente percusiva, acompañando la respiración y el resoplo de los bailarines con sus propias pulsaciones. 

Todos aceptamos la oferta de los protagonistas. Todos bailamos a su través, porque todos nos asomamos al apetecible espejo. Y claro, les (nos) aplaudimos más de dos minutos. Gracias, Jesús, por tu regalo. Salí de allí creyendo en los milagros. De acuerdo, muchos no renunciaron a su partido de fútbol sabatino para tratar con tan especial tripulación, pero a la vista está que en Pedrajas, como en cualquier otro pueblo castellano, pueden repostar los mejores zepelines si se extravían con suerte. Qué maravilla. Si llego a conseguir la grabación de Caruso en Manaos, con ella te pago.

 

domingo, 3 de mayo de 2015

Canto de inanición




















Canto de inanición I


 A mi madre

 
Sólo puedo darte versos, mamá,
como los niños. Casi. Sin dibujos,
mechones de pelo, corazones o flechas.
Ya ves, qué poco… Nada
como esta embocadura al delirio, sin embargo,
(me encorvo, cimbro, dintelo, atisbo)
para reconocerte toda, una
al fondo del pozo lácteo donde eres.
Turbio zumo. Origen y designio.
Ida y vuelta, mamá.
Yérguete. Mira. Llego.
Enciende el molinillo y acelera.
Bate el mejunje graso. Desmiga.
Espolvorea. Revuelve.
Traigo una sed sin tiempo
que apenas disimulo palabreando.
Enchúfame a tu pecho.
Nuevamente abre. Ahora.
Al filo del vertical recogimiento
agita tu bordón, te lo ruego.
Activa el cascabel y la candela.
Prende. Céntrame… Yo

sólo puedo darte versos, mamá,
como los niños. (Canto de inanición)
Tragón y musiquero.



Canto de inanición II


A mi mujer

 
Sólo puedo darte versos, mujer,
como los niños. Casi. Al alirón de nada
que desarrugue sueños. Música
y anestesia. Descarga. Vértigo.
En el cantil del tiempo, los hijos,
una mancuerna y un lirio.
El pasado vocifera. Memorizo.
Recompongo. Trovo. Pero
lo por venir arrecia con su tonada bruna.
Entonces te concretas. Cierto animal
justo antes que titile el horizonte.
Y después… Desencarnas. (Idea)
Aromas la escena, la sublimas.
No sé si varar o danzar;
si aferrarme a la cuerda
o merodear la flor. Cómo hueles, luces.
Vientre y halo: Entera me sonsacas.
Perfecta fórmula que sin embargo yerro.
No resuelvo. Ensayo
una vía tántrica al tiempo que eyaculo
sobre el enigma. No sacio.
Pido. Imploro. Palabreo… Yo

sólo puedo darte versos, mujer,
como los niños. (Canto de inanición)
Tragón y musiquero.