lunes, 29 de junio de 2015

El hombre nuevo, la rana toro y el pez gato




 Esquina que conforman las calles 490-A y 5ª. Guanabo. La Habana. Cuba



Mi primo Juan Manuel acaba de regresar de unas vacaciones en Cuba. Estuvo en Guanabo, apéndice playero de La Habana; localidad que cuenta con quince mil habitantes, y está situada a unos treinta kilómetros del centro capitalino; al norte, asomada al Estrecho de la Florida. Allí todavía vive parte de su familia. Allí viví con la mía los últimos diez años que estuve en mi isla.

Juanma, como todos los que visitan Cuba, viene cargado de noticias sobre el hombre nuevo y sus peripecias caribeñas. Como ya comenté en otras ocasiones, el hombre nuevo desembarcó en esa región paradisíaca a través de Haití, a finales del siglo XVIII, como producto estrella de su revolución, réplica sui géneris de la francesa. Había sido brutalmente apresado en África por sus convecinos, para ser vendido después a los esclavistas europeos que lo llevarían a América. En este continente se vio abocado a un medio extraño en todas sus facetas, pero no pudo resultar nuevo-nuevo, hasta que, integrado en una clase social de inspiración jacobina, alentado por el mago François Mackandal, y dirigido entre otros por Toussaint-Louverture, cortó la cabeza a todo blanco que se encontró en su camino, y fundó la primera república libre de la América no anglófona: Haití.

Sí, el haitiano fue sin dudas el primer hombre nuevo en la tierra de lo real maravilloso. Aunque mantuvo el grueso de sus tradiciones culturales, en puridad ya no era africano, y mucho menos resultaba europeo. Era nuevo y americano. Claro, su excepcional condición no fue pensada ni diseñada en el viejo mundo. Sobrevino por la brusca segregación sociocultural y geográfica que le impuso el esclavismo, y por las lógicas ansias de libertad que ello le produjo. Este hombre pasó de la prehistoria a la historia en unas décadas. Y no porque quisiera, sino porque se encontró, sin beberla ni comerla, en el eje espaciotemporal donde la historia tomaba carrerilla para el acelerón de los últimos siglos.

El cubano castrista es el segundo hombre nuevo de América. Pero éste sí que nació concienzudamente marcado por el hierro metropolitano (euroasiático). Se pensó en Londres. Se creó en Moscú. Se aderezó en Pekín. Pasados ciento cincuenta años del casual novum haitiano, en los “cultísimos” círculos terratenientes de Birán, (Mayarí, Holguín) y estudiantiles de Santiago de Cuba, se cocía su razonada prolongación caribeña. El habanero, que había heredado toda la cultura mediterránea, y había logrado levantar una suerte de ciudad-estado en la bocana del Golfo de México, (aquella maravillosa réplica egea que a principios del XIX dejó boquiabierto a Humbolt) tuvo que asumir su rol histórico: capitanear la continuidad de la obra del haitiano, y de una vez por todas regalarle al mundo civilizado el primer hombre nuevo periférico completamente resuelto.

Hice esta pequeña introducción para contextualizar la anécdota que les contaré ahora: una entre las tantas que nos trajo Juanma de aquel emporio de chispa y originalidad. Podrán comprobar una vez más cómo el hombre nuevo enfrenta las dificultades, cómo se crece ante ellas.

Resulta que las calles de Guanabo, que fueron magníficas mientras el hombre viejo dio importancia a tales bobadas, se han convertido en extensas y permanentes balsas de agua retenida, porque, al parecer, el hombre nuevo caribeño no necesita calzadas para hacer rodar sus ideas, tampoco sus cuerpos o mercancías. (Sus ideas, sencillamente planean, y las demás menudencias, reposan). Sin embargo, estas pistas de agua putrefacta hasta ahora no se estaban aprovechando como es debido, o eso pensaban las autoridades locales,  porque ni siquiera los perros beben en ellas, que son la playa de los mosquitos y el spa de las ranas toro. También son el aliviadero de las aguas sucias de uso doméstico, porque la mayoría de los vecinos de Guanabo no cuenta con red de alcantarillado para tales menesteres. Sus casas tienen viejas fosas sépticas colmatadas que rebosan sin parar, y por gravedad colonizan las cotas más bajas del predio, o sea, las antiguas calles.

El hedor no tanto, (la membrana pituitaria del hombre nuevo no es nada quisquillosa) pero los mosquitos y jejenes, que son unos cabrones, molestan bastante, especialmente a los escasos turistas que se hospedan en diez kilómetros a la redonda, lo que obliga a realizar costosas campañas de fumigación. Por otra parte, las ranas toro croan, tan alto, que estorban a los vigilantes de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) cuando, de ronda para salvaguardar los logros, deberes y derechos del hombre nuevo, necesitan escuchar con claridad lo que se habla en sus casas.

Los mosquitos perduran a pesar de la fumigación veraniega, (sólo se lleva a cabo en zonas y temporadas turísticas) pero las ranas toro han ido despareciendo por la razón dicha: su exagerada vocalización. Los vigilantes de los CDR se las fueron comiendo poco a poco y ya rozan la extinción.

Hace unos meses, el gobierno central del país creyó haberse equivocado al permitir la desmedida captura urbana del gran anfibio isleño, (cada vez hay más mosquitos y menos insecticida para combatirlos; también han proliferado los roedores) y se propuso repoblar las otrora calles de Guanabo con nuevas ranas toro. Pues bien, los funcionarios del Ministerio de la Industria Pesquera se dirigieron al lugar donde esta especie debió estar siempre: los ríos y sus inmediaciones, para capturar individuos sanos en edad reproductiva, y llevarlos a las pozas callejeras por mucho que croaran… Ah, pero no los encontraron. ¿Por qué?

Años atrás, la élite holguinera que manda en el país hace más de medio siglo, decidió que a sus paisanos les vendría bien comer algo más de pescado. Adquirió en Tailandia unas cuantas parejas de pez gato (clarias) y las soltó en los ríos de media isla. El clarias es un pez que el cubano odia, entre otras cosas, por feo, y porque ni siquiera el hombre nuevo (todavía supersticioso, por raro que parezca) puede fiarse de un pez que respira fuera del agua. ¡Solavaya! Por añadidura, este engendro acuático es enorme y voraz. Dondequiera que habita se zampa a todo otro bicho viviente. En los ríos cercanos a Guanabo no queda una rana toro. Sólo hay clarias.

Al comprobarlo, el gobierno pensó que cada guanabero bien podría criar clarias en la bañera de su propia casa para que los ríos volvieran a llenarse de ranas toro. Pero allí casi nadie cuenta ya con bañera en el cuarto de baño, y los pocos que la conservan suelen ocuparla con cerdos y otros animales menos sospechosos y repudiados que los peces gato. Entonces el gobierno decidió repoblar de ranas las pozas callejeras por otras vías. Aunque parezca increíble, la solución pasará de nuevo por África y Haití.

La rana toro, esquilmada por el clarias en los ríos locales, pudiera traerse de otros países cercanos a un precio razonable. Pero los vigilantes de los CDR, que espían a placer y sin interferencias sonoras desde que ésta desapareció de las pozas de su barrio, prefieren una especie de rana que no vocalice… Si la solución debe importarse, ¿por qué no pretender que sea perfecta?   

En fin, y para resumir, el gobierno importará de las calles de Puerto Príncipe, Haití, una especie también enorme llamada rana goliat. Según se cuenta en los mentideros de Guanabo, la tal rana llegó a Haití desde Guinea Ecuatorial no se sabe cómo ni cuándo. Al parecer, habita los charcos urbanos en la capital del país vecino a salvo de los hambrientos porque debe ser muy socorrida para los ritos vudú, lo que, dicho sea de paso, le otorga a la especie un valor añadido para el hombre nuevo de Cuba (no del todo ateo, créanme) en el terreno religioso. Se trata de una rana muda, que puede comer hasta un kilogramo de mosquitos o jejenes diario. Eso, en caso de que no entretenga el hambre con alguna rata. Sí, la rana goliat puede comer hasta ratas. Queda por ver cuál de estas especies termina dominando las pozas callejeras de mi antiguo barrio.

Pero no duden que el hombre nuevo cubano, sea cual sea el resultado de esta ingeniosa idea de su vanguardia, sabrá sacarle provecho aunque sea a largo plazo. Las calles (pozas) de Guanabo están vivas. Eso es lo importante. ¿Por qué añadir alquitrán a un mejunje biótico tan prometedor? Si hablamos de heces, ¿por qué consagrar las minerales en los caminos del hombre? Además, ¿quién puede estar interesado en andar por esas viejas calles como lo hacían por las suyas los cónsules romanos? El día que Dios decida volver a pasar por Guanabo, preocupado, claro está, por los mosquitos, las ranas y las ratas, mire usted, que se olvide de sus sandalias áureas, que se remangue la túnica y se calce botas de agua.


                                               Peces gato capturados en ríos de La Habana



lunes, 22 de junio de 2015

Vera fantasía




                                        Portada diseñada por Francisco dos Santos




Cuando Francisco dos Santos me pidió un texto para presentar esta magnífica edición del Cantar de Mío Cid, incluida en la Colección Clássicos de la Editorial Lumme, supe que podría hacerlo, sólo, si era capaz de entender y refrendar su utilidad. Las dos únicas preguntas que me hice en aquel momento fueron: ¿realmente hace falta reeditar esta obra?, ¿por qué? No tardé mucho en responder afirmativamente a la primera; tampoco en decidir que mis esfuerzos debían dirigirse a ensayar una respuesta a la segunda para ofrecerla a los lectores. Entonces, ¿por qué una edición más de este poema? Y una razonable coletilla a la pregunta: ¿por qué leerlo o releerlo, según el caso, ahora? Todo lo que escribiré aquí buscará responder a esto ante quienes me acompañen con una mano en la falleba. Ojalá sea capaz de inquietarlos lo suficiente, de estimular sus muñecas hasta que abran o reabran la milenaria puerta, entren. Mi modo no será el filológico ni el histórico, sino el poético. No podré evitar molestas y necesarias contaminaciones, pues vivo y escribo concretamente en este planeta, en este tiempo histórico; mas intentaré cavar en el poema y su periferia como si lo hiciera en una mina de verdad poética. No hay mina exenta de grietas o filtraciones, lo sé, pero la veta es la veta. 

Nada nos hace más falta en estos momentos que encontrar vías adecuadas para activar nuestro anquilosado pensamiento mítico. Para ello, y a falta de mitos contemporáneos con suficiente músculo, es muy aconsejable visitar de vez en cuando la despensa. No con una vocación netamente arqueológica, que poco nuevo nos aportaría, y mucho menos con la peregrina intención de hacer aterrizar los mitos, según convenga, en la actualidad histórica, algo tan humano como enfermizo, y a la larga condenado al fracaso, sino con verdadero interés en movilizar nuestra imaginación. La operación es difícil, primero, porque para el hombre postmoderno, relativista y escéptico, ni siquiera los intereses propios resultan fiables del todo, y después, porque tal ejercicio demanda una asepsia casi sobrehumana en los terrenos ideológico y político. Aun así, creo que merece la pena intentarlo. Claro, llevamos tanto tiempo bajo el imperio excluyente de la razón, que desmontar su colmo positivista parece imposible. Sin embargo, hasta la artrosis más severa e incurable puede aliviarse con el tratamiento adecuado. Tengamos fe. Avancemos.

El Cantar de Mío Cid es una epopeya, esto es, un surtidor mitológico. Todavía tiene gran capacidad, si bien leído, (como poema, no como crónica) para estimular nuestras ganas de alta verdad poética. Sólo esto bastaría para recomendar su lectura. Ah, pero la carga mitológica del Cid Campeador se ha contaminado con la historia, (murió para quienes cayeron en esa trampa) y en sus complejos brazos prende o apaga tendenciosamente. Esto último aconseja, cuando menos, otras dos operaciones: el deslinde entre mito y acontecimiento, la actualización de ambos. Porque un buen mito, si vivo y sano en el imaginario colectivo, puede ayudarnos mucho a (re) conocernos, a reponer las ganas de mitificar, a mejorar como seres humanos, social e individualmente; pero el mismo mito convertido en pornográfica momia o fantasmal correcaminos, expuesto a la impostura y el politiqueo, puede ser muy peligroso. Entonces la lectura o relectura de este extraordinario poema conviene, tanto por el incentivo mitificante que comporta, como por lo recomendable que es, aunque resulte árida, su revisión actualizada. Todo ello con el fin de que la carga simbólica que late en él no se dé a la mala vida, y, mucho menos, a la mala muerte. Dijo Ortega: “los hechos deben ser el final de la educación: primero mitos, sobre todo, mitos (…) El mito es la hormona psíquica”. Totalmente de acuerdo. Siempre creí que detrás de este pensador apenas se escondía uno de los mejores poetas de su generación. Sin embargo, en otro texto el mismo autor se refirió al sumo cantar castellano (cosa rara en alguien tan escéptico) en estos sonantes términos: “Cuando llevamos dentro sus recios versos heroicos, nuestro peso moral aumenta”. Bueno, hasta aquí podemos llegar a regañadientes. Pero si Darío, en apariencia impelido por un encantamiento de similar estirpe, nos dice: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”, deberíamos activar las alarmas.


Mío Cid, cantar de gesta castellano

Como es sabido, los cantares de gesta medievales tienen su origen entre los pueblos germánicos, en el período de sus grandes migraciones. De linaje vikingo, son hijos de la barbarie, ese estado tan propenso al heroísmo y la valoración del alma individual del héroe por encima del espíritu de su época. Debo aclarar que cuando hable aquí de lo bárbaro, lo haré siempre en el sentido más grecolatino posible, sin atender a modernas derivadas ideológicas. Sin embargo, (perdónenme la contradicción) obviaré el origen puramente lingüístico del término (bárbaros: los que balbucean, los que no saben hablar), y, por supuesto, prescindiré del cariz peyorativo con que éste nació en aquel entorno político.

No podemos hablar con propiedad de un cantar de gesta medieval, si no entendemos que este tipo de poema nace completamente ajeno a la política en su acepción más honda y primigenia, o sea, entendida como el entramado normativo que rige la vida en la polis. Para griegos y romanos, los bárbaros eran justamente aquellos que vivían al margen del enorme y afinado aparato jurídico-administrativo que exigía la convivencia en la polis. Se trataba en muchos casos de grupos nómadas, que operaban bajo una ética y una moral nada simétricas a las que se hacen imprescindibles en las sociedades urbanas de ascendencia mediterránea. La barbarie, así entendida, como estadio intermedio entre el salvajismo y la civilización, donde los conceptos de libertad y justicia pocas veces trascienden el marco personal, y que, como mucho, se extienden al clan y la tribu, está detrás del tipo de heroísmo recogido en los cantares de gesta, sobre todo en los que dieron origen al género.

Hecha la anterior aclaración, vale decir que el héroe, frente a cualquier tiempo histórico y orden social, lo es precisamente por apartarse de cuanto resulta norma en su entorno, por alumbrar un ethos propio, sui géneris y heterodoxo, que interesa por resultar extra-ordinario. El héroe verdadero, sin embargo, como todo símbolo, pierde eficacia cuando se racionaliza, cuando se involucra en la historia. Decía Jünguer: “El héroe pertenece al ámbito mítico y no sale de él, no entra en la historia. Esto sucederá únicamente en aquellos raros momentos en los que las fuerzas míticas pasan a ser históricas”. Pero es que en puridad las fuerzas míticas dejan de serlo justo en ese trance, que suele terminar, además, con un gran poema épico. Abundaba Jünguer: “El poema épico evidencia el sellado de una época a partir de la cual ya no surgirán nuevos héroes; la edad heroica llegó a su fin”. El Cantar del Mío Cid, como veremos después con más detalle, se inserta perfectamente en lo antes explicado. Hablamos de un poema, no de una crónica; de un protagonista que asienta su heroísmo en la verdad poética, no en la correspondencia de su ejecutoria con la verdad histórica. Hablamos además de un poema que cierra un período con ciertos rasgos bárbaro-épicos. Y todo esto es así, por mucho que haya pesado a Menéndez Pidal, y pese a quienes, todavía hoy, dan por buenas sus románticas conclusiones.

Camila Henríquez Ureña, en su ensayo “Edad Media europea”, nos recuerda que el cantar de gesta en su origen “era arte aristocrático: trataba de los hechos y aventuras de una nobleza guerrera, reflejaba su afán de gloria, su orgullo de casta y los conceptos morales que esa clase exaltaba”. Y como corresponde a una autora marxista, abunda: “Pero la boga de los cantares de gesta entre la nobleza decayó, porque esa poesía épico-heroica dejó de satisfacer los gustos de la clase dominante a medida que la vida de los antiguos guerreros se transformaba en la de la caballería cortesana, más sedentaria y palaciega (…) Perdido el favor de las cortes, los cantores tuvieron que ir en busca de un público más amplio, en calles y plazas, posadas y ferias, lugares de reunión populares, o seguir la ruta de los peregrinos que se dirigían a algunos lugares venerados”. Está muy dicho que el cantar de gesta desembarca en el Condado de Castilla, luego Reino de Castilla, León, Asturias y Galicia, proveniente del norte y centro de Europa, después de una escala fructífera en el Reino Franco. Parece que a Castilla llegó esta manifestación sintomática de la barbarie heroica habiendo dejado atrás su primera etapa, insertada de pleno en la segunda, o sea, dirigida a un público relativamente amplio, en alguna medida ya “democratizada”. Y parece que lo hizo en un corto período de tiempo; de un tiempo que se cantaba y cerraba a la vez.

Pero ¿por qué en la Castilla de los siglos XI y XII? Bueno, si se observa en el mapa de la península ibérica la correlación de fuerzas entre islam y cristianismo del VIII al XI, se podrá ver una evolución que comienza con la aparición al norte de un pequeño Reino Astur completamente aislado en las montañas y contra el mar, bajo la relativa amenaza de un fuerte Califato Omeya, continúa con el surgimiento de la Marca Hispánica de cara al Imperio Carolingio, y llega a la proliferación de varios y pequeños reinos o condados (Pamplona, Navarra, Portugal, Galicia, León, Castilla, Aragón, Barcelona) enfrentados al Emirato de Córdova. Llegados al siglo XI, mientras el islam descompone su gran emirato a favor de los decadentes Reinos de Taifas, el cristianismo, que tuvo sus propias “Taifas”, evoluciona hacia reinos mayores y más fuertes. O sea, ambos mundos se mueven en dirección contraria. El cristianismo puja hacia la concentración de poder. El islam hace justo lo contrario: se divide y debilita. En este proceso, Castilla pasa de ser un simple condado vasallo de León, a ser el más pujante de los reinos; ese que ya en el siglo XIV (Castilla y León) domina el cincuenta por ciento de la superficie peninsular.

El Cantar de Mío Cid al parecer se escribe en el siglo XII, cuando Castilla está enfrascada en la Reconquista, cuando supera su despoblación endémica y se repuebla en dirección a las futuras ciudades (del castrum, la civitas y la villae, a la villa de las Plena y Baja Edad Media) con la mirada apuntando al Mediterráneo y el Atlántico; cuando ya tiene una lengua (el ahora llamado español medieval) en uso y expansión. Y, según bien nos dice Henríquez Ureña, la obra es un canto a “esta clase inferior de nobles, los hidalgos infanzones, a quienes va dirigida la intención encomiástica del poema”. Estos hombres duros y sus seguidores jugarán un papel importante en la Castilla de los siglos (entonces) venideros y necesitan sus mitos. No sólo el Cid Campeador calza en tal urgencia heroica con sus Colada, Tizona y Babieca, también lo hacen, por ejemplo, Fernán González o el muy famoso Bernardo del Carpio que llega a arrebatarle a Roldan su Durandarte. Estamos a punto de desembarcar en las Novelas de Caballería. Ya se adivina, al fondo, a Cervantes. Y aunque la Novela Picaresca nos haya mitificado posteriormente al antihéroe español, bien nos dice Carpentier que “un pueblo puede divertirse largamente con sus antihéroes, pero no se reconoce en ellos”.

Nos encontramos, pues, ante un mito necesario. Surge en el momento y el lugar adecuados, cuando se precisan estremecimientos de este tipo, en los que el pathos se demasíe y ponga en movimiento a las fuerzas más sordas, pero también más potentes y creativas de la sociedad. Según nos dice Goethe por boca de su Fausto: “Lo que más hace estremecer al hombre es casi siempre lo que más le conviene”. Pero insisto, el Cid Campeador vale como mito en tanto no meta su pie en el convulso estanque de la historia, en tanto no se exponga a su terrible sumidero. Repito ahora con Kierkegaard: “Cualquier intento de considerar el mito de manera histórica muestra ya que la reflexión ha despertado, y mata al mito”.


Mío Cid, ¿poema o crónica?

Ya respondí esta pregunta, pero debo explicarme. Como buen lezamiano, creo sinceramente que la imagen es la causa de todo asunto humano que trascienda lo meramente biológico. También es, por supuesto, “la causa secreta de la historia”. No tan secreta ya, para quienes entramos en las catacumbas de la verdad poética de la mano del maestro habanero, pero sí para la mayoría de quienes viven, ajenos, sobre su rasante. Y no sólo Lezama nos regala este hallazgo en un siglo (el XX) de modesto vuelo poético en lengua castellana, (sí, ya sé, fue su siglo de plata; sonrío) también Castoriadis se atreve a formularlo en estos términos: “el imaginario es el principio creador y no el reflejo, ni la representación de algo. Lo imaginario es la facultad originaria de plantearse o representarse algo que aún no es, que nunca estuvo ni estará en la percepción (...) el imaginario crea la realidad”. Si el imaginario crea la realidad, es obvio, también crea la historia. Pero una cosa es entender que el mito tiene un factor esencial como chispa desencadenante y combustible de la historia, que es lo que nos quería decir Jünguer que pasa en ciertos “períodos raros”, y otra muy distinta que pueda sobrevivir a su inmersión en ella. Esto último es imposible. 

El Poema de Mío Cid debió estar muy vivo en los siglos XII y XIII. (Las últimas investigaciones sugieren que posiblemente fue escrito a finales del uno o principios del otro) Debió circular por la península, también referenciado en otras obras, hasta el siglo XVI. Todavía Cervantes menciona al héroe en algunos pasajes de su Quijote (principios del XVII). A partir de entonces, caen en un profundo olvido el poema y su protagonista hasta que, en 1779, Tomás Antonio Sánchez los lleva a la imprenta por primera vez. Sin embargo, no es el siglo de las luces el momento idóneo para que luzca este tipo de mito. El poema pasó un tanto desapercibido hasta que los espíritus románticos del XIX pusieron sus ojos en él. Algunos de ellos con verdadero entusiasmo poético, otros con un interés más documental que literario. Hubo entonces afectos y desafectos. Pero los mayores desacuerdos surgieron en el terreno histórico, porque por muy romántico que fuera el siglo XIX, fue también un siglo positivista, donde la ciencia en ocasiones pretendía resolver, incluso, en el terreno de la poesía.

En 1763 se identifica a Pompeya emergida del subsuelo, fruto de las excavaciones que se habían comenzado unos años antes. Este descubrimiento, que corona de gloria al neoclasicismo entonces imperante en Europa, dispara también el romanticismo que vendría a sucederlo con base en el gran poder sugestivo que tenían aquellas ruinas. En 1789 estalla la revolución francesa. Diez años después accede al poder Napoleón. Pocos años más tarde, en 1807, se produce la invasión napoleónica a la península ibérica. En 1808 comienza la guerra de independencia española. En 1810 se declaran en guerra contra la Metrópoli las primeras provincias americanas. En 1812 se aprueba la Constitución de Cádiz. En fin, el tránsito del XVIII al XIX fue para España un período muy convulso que marcó el declive definitivo del Imperio. Fue el siglo XIX, por su cariz romántico, y por el hundimiento del proyecto imperial que en él alcanza su clímax, un momento tan propicio como delicado para que apareciera en escena el mito del Cid Campeador.

Tal vez por todo ello, Menéndez Pidal, perteneciente a la sufrida Generación del 98, a finales del XIX y principios del XX se vio tentado a rescatarlo, pero no sólo como héroe mitológico, sino, y especialmente, como relevante figura histórica, decisiva en la Reconquista y el consecuente logro de una gran España. Con tal fin, indagó con detenimiento el lado histórico del personaje y llegó a escribir varias obras sobre el asunto, entre ellas, “La España del Cid” y unas extensas notas para acompañar la reedición del poema en 1913. Menéndez Pidal quería demostrar a toda costa que el cantar, además de poseer una considerable calidad literaria, era prácticamente una crónica, pues se basaba en hechos históricos protagonizados por personajes del mismo tipo. En cuanto a la excepcionalidad literaria de la obra, encontró el investigador español menos problemas que en lo relativo a su ortodoxia histórica y a la altura (romántica) del espíritu de su protagonista. Menéndez Pidal se apoyó en los antecedentes creados por hispanistas muy destacados como Southey, Hallan, Ticknor, Schlegel y Wolf, pero asimismo se dio de bruces con las opiniones contrarias de otros especialistas tan célebres como los anteriores: Curtius, Spitzer, Madeu, Dozy y Van Praag. Para responder a este último, que defendía a Dozy, llegó a escribir una “Postdata a la España del Cid”. Sus tesis tuvieron gran influencia entre los estudiosos hispanohablantes de la época. Incluso la ya citada Henríquez Ureña, una autora dominicano-cubana y marxista, acepta como inamovibles las ideas del sabio peninsular.

Pero los mitos, como ya vimos, se malogran en la historia, que, según Benn, muchas veces “sobrevive al Niágara/ y se ahoga en la bañera”. Hoy sabemos que Menéndez Pidal se equivocó en varias cosas. Se ha escrito con amplitud sobre ello, mas debo recomendar a quien se interese en este asunto, un ensayo de Luis Rubio titulado “De nuevo sobre el Cid”, que se opone con firmeza a las tesis de Menéndez Pidal. El recientemente desaparecido historiador y profesor de la Universidad de Murcia, apoyado en las investigaciones de varios estudiosos y en la suya propia, viene a demostrar que el Cid, en lugar de ser una figura histórica de crucial importancia para su tiempo, “mal que nos pese decirlo, no constituye más que un mero episodio, un personaje marginal, en la historia del siglo XI y de España”. Pero además, queda bastante claro que el infanzón castellano, lejos de apoyar sin fisuras la Reconquista que lideraba con éxito Alfonso VI, la dificulta, retrasándola en varios de sus frentes. Rubio se extraña además ante la ausencia del Cid en las principales fuentes árabes de la época: “La elocuencia evidenciadora de la gran calamidad”, de Ben Alcama, “Tesoro de las excelencias de los españoles”, de Ben Bassam, y las “Memorias” de Abd Allah, último rey zirí de Granada. También critica la mansa obediencia con que Menéndez Pidal atiende a las fuentes cristianas: “Historia Roderici”, “Carmen Campidoctoris”, y el propio “Poema de Mío Cid” para dibujar románticamente la figura histórica de Rodrigo Díaz de Vivar.

Si atendiéramos al poema como posible crónica, cosa que desaconsejo sin titubeos, no dependeríamos de ningún comentarista para entender que el Cid era, también, un buscavidas tramposo, en tratos con el mejor postor para salvar el pellejo y acumular riquezas: “fer lo he amidos, de grado non avrié nada”, dijo el héroe pícaro a Martín Antolínez, antes de pedirle que preparara las dos arcas con arena para engañar a sus acreedores judíos. “Por lanças e por espadas avemos de guarir”, le dice a Minaya en una de las ocasiones que lo envía de mensajero a Castilla. Sin embargo, quien asentó el mito en su poema, fuera juglar o culto literato, afortunadamente no pudo interponer escrúpulo alguno a estos rasgos, hoy reprochables en nuestro marco ético, pero no entonces y referidos a alguien que discutía a la alta nobleza los dones regalados en la sangre, para poner en valor aquellos ganados con el esfuerzo y el talento individual. Como ya dijimos, el Poema de Mío Cid canta a una época con vestigios bárbaro-heroicos, que además cierra. Su protagonista, como todo héroe se comporta según una ética heterodoxa, que precisamente por serlo, resulta atractiva para quienes deben recibir el reconfortante mensaje de clase. Pero también da señales que permiten atisbar la distensión del talante autónomo que en origen lo mueve, sobre todo, cuando acude al Rey para resolver un asunto de honor, en lugar de cortar la cabeza sin miramientos a quienes lo deshonran. Aquí el alma individualista y heroica va cayendo, cribada, hacia el espíritu de una época por venir. A lo largo de todo el poema es visible la dicha evolución. Su protagonista se debate entre una rabiosa autonomía y una progresiva adhesión al marco normativo de su época, que apunta hacia otros formatos más ambiciosos con destino último en la monarquía absoluta.

Pasados apenas trescientos años, en el siglo XV, y en una Castilla muy diferente ya a la del Cid, un gran poeta como Manrique parece añorar aquel heroísmo casi bárbaro como algo positivo de un pasado que a sus ojos empequeñece a su tiempo. Nos dice el poeta en una de las coplas que dedica a la muerte de su padre, hablando del vivir perdurable, o sea, de la gloria: “no se gana con estados/ mundanales,/ ni con vida delectable/ donde moran los pecados/ infernales; (…) gánanlo (…) los caballeros famosos,/ con trabajos y aflicciones/ contra moros”. El Cid no se ganó la gloria luchando sólo contra moros, pues también lo hizo a favor de éstos contra los cristianos; se la ganó en tanto héroe mítico de una Castilla en pujante expansión, donde el pícaro, el guerrero y el forajido, si con talento y coraje, disputaban a la más alta aristocracia el papel predominante como motor de la historia.

Pero de nuevo insisto, aunque pueda resultar ineludible a estas alturas, no es la vertiente histórica del personaje lo que más debe interesarnos aquí. En eso se equivocaron los románticos que la realzaron en el XIX, los trasnochados que lo hicieron, incluso, durante buena parte del XX. No asuman tal error. En este poema, aunque se haga la conveniente revisión actualizada, teniendo en cuenta la compleja entrada en la historia del protagonista, interesa atender, sobre todo, a su poder mitológico como vía para estimular nuestra imaginación. Sé que pido mucho a quienes participan de lleno la cultura hispana, porque les resultará muy difícil abstraer al mito de su pantanal histórico para reponerlo pletórico de verdad poética donde debe estar. Creo que en estos momentos podrían leer con menos riesgo esta obra en La India que en México; que de partida estarían en mejor disposición para acceder limpiamente a su poesía en Madagascar que en España o Perú.

Ciertamente los mitos de este tipo, sean cuales sean las circunstancias de su nacimiento, a la postre necesitan grupos humanos que los sostengan. Hoy son las naciones quienes pueden y suelen hacerlo, con todo el peligro que ello conlleva. Ahí tienen la paradoja: el mito, sobre todo si comparte espacio y tiempo con el personaje histórico, necesita para vivir de un sostén nacional donde seguramente morirá a manos de la historia, pues sus avalistas y detractores le demandarán más y más en este terreno hasta matarlo. Ningún español cree hoy, como seguramente muchos creyeron en el siglo XIII, que el Cid pudiera intuir el futuro en los agüeros, pero la mayoría sin embargo cree saber que Rodrigo Díaz de Vivar tuvo un papel relevante, para bien o para mal, en el proyecto medieval de España. Y ¿de quién habla este poema, del uno o del otro?

A mi juicio es obvio que el poema nos habla del Cid Campeador. Como vemos una película de ciencia ficción, como asistimos a un espectáculo de magia, como leemos La Odisea, La Eneida, Las metamorfosis o La Comedia, como leemos el Cantar de los nibelungos o el de Roldán, con la misma redentora ingenuidad, debemos leer el Poema de Mío Cid. Puede que su poética verista y sus escasos recursos mágicos, obren a favor de su parecido a la crónica, pero no debemos caer en esa trampa. En sus albores, la poesía épica castellana y en castellano se caracterizó por una imagen viril y contenida frente a otra mucho más fantasiosa que utilizaban las poéticas de otros reinos europeos, especialmente la francesa. Ello se ve, por ejemplo, cuando se compara el Cantar de Roldán con el de Mío Cid. En este último, los recursos marcadamente fantasiosos se limitan a la contenida aparición del arcángel Gabriel, y de un león con alma de gato que parece el ibérico precedente de aquel otro cervantino, manso, que se inhibió de libertad y carne ante el temerario Caballero de los Leones.

Y es que la vera fantasía no se nos da en esta obra a través de gesticulantes apariciones, sino con medidas intensidad dramática y tensión poética, a lo largo de toda ella. Sí, definitivamente hablamos de un poema, no de un relato histórico. Disfrútenlo como tal. Giren la falleba. Abran la puerta. Entren. Y entonces agradecerán a Lumme, que, con esta excelente reedición, ponga de nuevo el acento mitológico y poético en un mundo cacharrero que tanto lo necesita si quiere compensar su aridez maquinal y su afán deconstructivista, si quiere recomponer, poco a poco, sin necesidad de reales episodios violentos, un equilibrio humanista para hacer posible la secreta y compleja Armonía que nos arrime a lo que fray Luis llamó: “pío universal de todas las cosas”.



martes, 16 de junio de 2015

Parlante ojiva






Hace unos meses escribí un poema para celebrar el setenta y cinco cumpleaños de mi amigo, el gran poeta José Kozer. A esta celebración se sumó rápidamente el diseñador, editor y también amigo Francisco dos Santos. Francisco creó unos dibujos alrededor de mi poema, y con ellos diseñó una exquisita plaquette que pronto será editada en papel por Lumme Editor.

Porque sé que esta alegría que nos regalamos el homenajeado, Francisco y yo será compartida por otros buenos amigos que me leen en este formato; porque quiero que disfruten desde ya el trabajo de diseño que triangula mi gesto laudatorio; pero, sobre todo, porque espero que el poema y los comentarios sobre las obras de José y Francisco ayuden a resaltar ante un público afín y entendido su enorme valor, me atrevo a publicarlos aquí con antelación a su salida en papel bajo el cuidado de Lumme. Me atrevo, además, a compartir algunas apreciaciones no escritas en origen para ser publicadas. Tengo el permiso de poeta y editor.



Parlante ojiva



Para José Kozer,
celebrando su setenta y cinco aniversario



El castellano, ahorcajado sobre sus orillas,
(muslamen atlántico, pubis mediterráneo,
huevada rodia y nalgas asirias)
escucha una rara canción sefardí, caderea.
Mulato. Romance y semita. Se mece.
Se abunda. Suda… Lava
su entrepierna con la suprema ola;
la del salitre onfálico,
cuya memoria, unánime, le trae
la sustancia-una con muy diferentes formas:  
del norte, el mendrugo de centeno,
del este, el idolillo de jaspe,
del oeste, la balsa de totora,
del sur, el cuero cabrío, terso
y afinado, perfecto colmo
en el sobado yembe.

Todo quiere.    
Se incorpora.
Y en un arranque de inclusiva derechura,
arquea sobre sus impostas.
No en curva suave y unívoca. No
en medio punto académico. Ojiva:
vertical intersección de impulsos
en el arco. En la bala,
tendido apetito, impacto seguro,
fértil huraco en esa cinta de tul
que tibiamente remeda
al horizonte.


Comentarios hechos a los dibujos de Francisco:


Querido, amigo, créeme, me sorprendes mucho. Primero, por la rapidez. Segundo, por la gran capacidad que tienes para la abstracción, para introducir en ella altas dosis de poesía. Toda abstracción es un acto de deslinde, una suerte de viaje a la esencia de la cosa que se quiere conocer a fondo, no en su expresión fenoménica, sino en su esencia última y genitora: desencadenante. Lo que has diseñado para el poema es, sencillamente, muy bueno. Fíjate que en primer lugar no digo muy bonito (aunque también lo es) sino muy bueno.

“Parlante ojiva” es un poema que maneja el tiempo (todo poema lo hace) pautándolo, modulándolo con un tempo muy específico, que acepta la música rápida y vivaz (compleja, por qué no decirlo) presente en la poesía del homenajeado. También atraviesa un tiempo prehistórico e histórico (por tierra, mar o aire) perteneciente a muy distintas culturas, haciendo pequeños guiños a las diversas fuentes que surten lo kozeriano. Pero este poema pretende ser, además, muy espacial. La poesía de JK es esencialmente ecuménica. Todo eso de su supuesta cubanía es para mí secundario, casi inoportuno. Se trata de un poeta universal que trabaja con un tiempo vastísimo en un espacio inabarcable con herramientas comunes. Pues bien, desde un inicio, el poema va tratando de determinar ese espacio en sus dimensiones físicas y metafísicas, discursivas y simbólicas: Atlántico, Mediterráneo, Asiria, Sefarad… Norte, este (oriente), oeste (occidente), sur… Ola (horizontal), derechura (vertical) ónfalo (centro), arco, imposta, intersección, ojiva, horizonte… Todos son elementos determinantes del espacio.

Porque la poesía de JK se mueve en un ámbito espaciotemporal muy avaro. Aquí se puede repetir bien aquello que dijo Sartre en un arranque de lucidez: “un escritor sólo tiene un tema: el mundo”, para después parafrasearlo así: un poeta sólo tiene un tema: el universo. Porque el mundo, según Ortega, “es lo que queda del universo cuando le hemos extirpado todo lo fundamental”, y en la poesía de JK nada se extirpa, todo lo contrario.

Digo esto, para terminar diciendo que tu diseño es tremendamente espacial. Y en esto es acertadísimo. Una sabia abstracción de motivos que tejen una red espaciotemporal para pautar el caos, abarcador y totalitario, ecuménico y avaro. Pero como hiciera Calder, (estos dibujos recuerdan a sus esculturas) en esa red nada es inamovible, porque la perfecta síntesis entre espacio (tesis) y tiempo (antítesis) es precisamente el movimiento.

Entonces tus dibujos asumen toda la diversidad que yo pretendí recoger en el poema, y la decantan en una forma que, inteligentemente abstracta, nos pone ante su esencia sin restar un ápice a su lógica última: Todo orden es un intento de formalizar el caos, sometiéndolo a una horma espaciotemporal que fija ante nosotros siempre de manera provisional, porque siempre, siempre se mueve.

Tus dibujos son perfectos, precisos y preciosos: muy  kozerianos.





lunes, 8 de junio de 2015

El castellano en estado de gestación





    La luna nueva salió en Alejandría
    llevando entre los brazos a la vieja.

                                            Seferis


Hace unos días visité de nuevo a mis amigos de la Fundación Jorge Guillén. Allí leí unos poemas y tomé un par de cafés para redondear una charla amena y sustanciosa. Como siempre, pregunté por las novedades de su catálogo. Como casi siempre, resultó haberlas. Pero esta vez me estaban esperando con una sorpresa especial. Noté en sus ojos esa vibración que suele acompañar a la complicidad cuando ocurre pletórica, gozosa. Ellos sabían perfectamente que aquel librito amarillo (Soliloquios y otros apartes, de Willinton Triana, Colección Maravillas Concretas) me interesaría mucho. A ver qué te parece, dijo Antonio, este nuevo descubrimiento, y, sin abundar en datos, leyó dos o tres de sus poemas. Me fui entusiasmado. Llegué a casa. Leí el libro de un tirón, y aquí estoy para darles muy buenas noticias.   

Willinton Triana, poeta de origen colombiano residente en León, tiene sólo diecinueve años. Y sin embargo, cuenta ya con una voz poética muy poderosa. Me atrevería a decir que hasta ahora no tuve la suerte de encontrar algo así en nuestra poesía. No se trata, sólo, de una alegre y bien perspectivada precocidad. Hablo de un poeta en progresión, cómo no, pero con un primer libro que ya quisieran para sí muchos otros que triplican su edad, y son fijos en el palmarés de los concursos más célebres, en sillones de cátedras y academias. Espero no hacerle daño a este muchacho con lo que voy a decir. Si llego a conocerlo personalmente, yo mismo le ofreceré una buena pista de aterrizaje que le evite perniciosos mareos, pero ahora debo ser honesto. Su poesía importa mucho. Y esto a los diecinueve es muy reseñable, cuando menos, por infrecuente.        

Empiezo por el nombre del autor que aquí resulta premonitorio: Willinton Triana. Esta extraña forma de nombrar, tan manida en la América Latina de las últimas décadas, raramente encuentra acomodo en el alma adecuada. El poeta tal vez lleve nombre de futbolista bogotano, de acuerdo, pero en su caso, haberse llamado de otro modo hubiera coartado el acarreo de varios significados adjuntos, porque el Willinton (pueblo de Connecticut, en la costa este de los Estados Unidos) y el Triana (barrio de Sevilla, España) se ajustan perfectamente a una vocación compleja, la suya, que incluye la búsqueda en las vanguardias con origen en el norte de Europa, pero siempre sujeta a la tradición mediterránea, latina, española. Aquí lo Willinton dispara, en la misma medida que lo Triana ampara. Y es que la poesía de este chico, como iremos viendo después, sin renunciar a la indagación fuera de casa, hace el recuento último a los pies de su hoguera, con todos los ángeles y demonios propios en derredor, obrantes, insertos en el caudal de la tradición. Porque este libro es un soplo de aire fresco, sí, pero no llega del cielo. Se procura con un fuelle secular, tan ajado como resistente, tan sobado y puteado como diligente.    

Desde la misma dedicatoria, que es, además, prólogo y primer poema, las cosas quedan muy claras. El posterior desarrollo del libro es hábilmente indexado en ella como una franca declaración de intenciones: renovado barroquismo, sostén dialéctico y metafísico, (también mitológico) chispazo surrealista, desinterés por la moda, agudo sentido del humor…

Leída la dedicatoria, y aunque avisado por ella, las sorpresas se van sucediendo poema a poema. La poesía de Willinton ocurre ajena a la juventud de su autor, a cualquier otra circunstancia que pueda presuponer acotación. Sencillamente se planta en el siglo XXI con la tradición por garante. Y entonces me pregunto: ¿pero de verdad este poeta tuvo tiempo de leer todo lo que aquí aparece avalándolo, o ello le fue regalado en la intuición y el talento? Poco importa. El caso es que lo mejor de nuestra poesía, desde Manrique a Juan Ramón, con toda su complejidad incluida, asoma aquí válidamente renovado. Lean, por ejemplo, estos versos extraídos de diferentes poemas:

Me pidió que quebrara
el verso,
que lo sangrara,
y a cambio me enseñaría
cómo matar a un bardo.

¿Qué cuánto? Qué sé yo, quizá once
como espacios intercostales tengas
donde pueda enredarse un tonto hueso mío.

Ha como veintiocho años que te extraño.
¡Ah!, veintiocho años que siquiera tengo.

Menos mal, Amor, que eres lodo fértil
donde hacer el alborozo para este núbil cerdo.

Mujer, mujer,
esas verdades no se escupen
en un vaso frágil.

Sé la mecha
de una explosión concentrada de azar reprimido.

Willinton no persigue sombras informes en la deconstruida actualidad. Las caza donde pueden integrarse en figura cierta, las in-forma a la luz poderosa de su tradición, y las entrega re-proyectadas por las luces de su siglo. Todo esto hace sin complejo alguno. No viene a España para rebuscar en esa triste acumulación de nada que se llamó Poesía de la Experiencia, ni va a Colombia para hacerlo, por ejemplo, en el autodestructivo Nadaísmo. Willinton toma en ambas orillas del idioma lo que supone su base constituyente, su fiable tuétano, y con esa materia, (insisto, no sé cómo es capaz) levanta una primera obra realmente poderosa.

En el fondo de este libro palpitan desde Manrique a Juan Ramón, pero lo hace especialmente el barroco. Resultan claros, por inconscientes que puedan ser, los apoyos en Quevedo y Góngora, incluso en Gracián o Sor Juana. Si añadimos a los citados versos de Willinton, estos:

Soy gris con tendencia a oscuro
y luzco no mejor la prenda alba.
               
Vivo verano los días todos…

y los ponemos en paralelo con estos otros de Góngora, Quevedo, Sor Juana, o, incluso Cervantes: 

halló hospitalidad donde halló nido
de Júpiter el ave.
Góngora

Sola en ti, Lesbia, vemos ha perdido
el adulterio la vergüenza al Cielo…
Quevedo

Firma Pilatos la que juzga ajena
Sentencia, y es la suya. ¡Oh caso fuerte!
Sor Juana

… es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Cervantes

queda claro lo antes dicho. No quiero hablar sin más de otra vuelta de tuerca al Neobarroco, tan vivo todavía en América Latina, para no someter la poesía de Willinton a semejante horma, pero está claro que aquí las formas no son simplonas. Y no lo son, porque la sustancia que formalizan tampoco lo es. Como ya dije, y explicaré más adelante, la poesía de este muchacho está cargada de dialéctica, metafísica y mitología. Es relativamente compleja (que no complicada) porque es ambiciosa, porque pretende dar forma a temas que importan. Resulta en ocasiones “oscura” (comillas también en letra para que queden acentuadas) porque maneja imagen de alta calidad. Y no es viciosamente sucinta.

En este punto podría extenderme mucho. Ya lo hice en otras ocasiones. Pero prefiero apoyarme en una brillante cita de Mauricio Serrahima para cortar y aclarar camino: “La función de la claridad no es impedir que se digan cosas complejas, sino decirlas claramente, la concisión cuando se substantiva, llega a ser un obstáculo para la precisión, y se juzga entonces la mesura por las dimensiones en lugar de hacerlo por las proporciones…”
                                                          
Willinton no teme a nada que no sea la Nada. Entonces emergen los padres barrocos con su inconfundible bordón, y ocurre el milagro: la poesía parece nueva (acaso lo es, si esto es posible) y al mismo tiempo nos pertenece, porque nos trae la nueva luna en brazos de la vieja. Sí, esta poesía es felizmente nueva y nuestra. Pero si tuviera que elegir entre ambos atributos, optaría por el segundo, porque estamos ante una obra que atiende a los dones asentados en nuestra lírica por la decantación esencial a que fue sometida en su Siglo de Oro, especialmente en la mejor poesía de Góngora. Veamos cómo lo explica Lorca: 

“Góngora huye en su obra característica y definitiva de la tradición caballeresca y de lo medieval para buscar, no superficialmente como Garcilazo, sino de una manera profunda, la gloriosa y vieja tradición latina. Busca en el aire solo de Córdoba las voces de Séneca y Lucano. Y modelando versos castellanos a la luz fría de la lámpara de Roma, lleva a su mayor altura un tipo de arte únicamente español: el barroco. […] Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes. […] Y no busca la oscuridad. Hay que repetirlo. Huye de la expresión fácil, no por amor a lo culto, con ser un espíritu cultivadísimo: no por odio al vulgo espeso, con tenerlo en grado sumo, sino por una preocupación de andamiaje que haga la obra resistente al tiempo. Por una preocupación de eternidad.”

Willinton participa a su manera aquella obra de rehabilitación constituyente. Y no sólo en lo formal, sino también, y en la misma medida, en cuanto a la sustancia poética que la sostiene. Porque su poesía, como ya dije, está cargada de argumentos dialécticos, metafísicos, mitológicos… Ah, pero se aleja de lo puramente discursivo con esa pericia que permite reconocer a los buenos poetas. Aquí el pensador jamás devora a su partenaire. Ofrece todas sus armas (de nuevo muchas, para la edad del autor) pero las somete siempre al arbitraje último del poeta: el único que puede desmarcase de los segmentos abstraídos de la realidad con fines cognoscitivos muy particulares, para trabajar en su compleja totalidad. Willinton es un autor que piensa finamente. A estas alturas, ¿cabe suponer otro tipo de poeta, si pretendemos algo más que ritmo y color? Lean, por ejemplo, estos versos:

A propósito de la vida:
vira, como electrón en movimiento,
con prepotente pasmo.

Ser […]
el acto en potencia más fácil de tratar.

“Yo” es sustantivo sin fundamento,
adjetivo adyacente al absurdo.

Excéntrica y, no obstante, ay,
tan fácil de ignorar.                       

Y estos otros:

procurando zanjar el dilema de ser
en calidad de cedro,
en calidad de niña gitana,
en calidad de cuásar con resaca de quimeras y sed de cielos…

Yo cedo existencia a los estorninos…

Así se las gasta este joven poeta, que se mueve, según conviene al poema, de los presocráticos a Platón con pasmosa facilidad; que si es necesario tira de la metempsicosis, con base en el orfismo y en Pitágoras, sí, pero sostenida también en la reminiscencia platónica; que desembarca en Antístenes, Zenón o Epicuro, pero asimismo los evita pavorosamente si pitan “peligro”, y todo ello, con una solidez que sobrecoge.

y tengo, además, los ojos
llenos de denunciaciones,
cansados de tanta vida malgastada.

expirada está la garantía de ataraxia
y estragado el calostro de las ménades.
[…]
soy polilla carcome nadas.

Willinton, además, maneja la mitología bíblica con soltura, (tras este libro está muy presente, por ejemplo, el Cantar de los Cantares) como también hace con la mitología grecolatina. Esto no es ninguna tontería. Su vocación es ecuménica. Y aunque recién comienza a escribir, ya aparecen mezclados, pero también sopesados Oriente y Occidente. Ya se ponen en su sitio a Troya y a Roma, David y Melibea, Edith y Ofelia… buscando tanto sus puntos comunes (el filón genésico en nuestra ecléctica cultura) como sus particularidades en un entramado ético muy específico. Todo ello, en ocasiones filtrado en la mejor tradición de la lengua castellana:    

Lloró Pleberio e insistió en su llanto
–Aye! Melibea has left you–,
aun sabiendo que no habría
más hermoso planto que David
plañendo a Absalón su hijo,
oh traición amada.

A esta precoz solvencia en cuanto a sustancia y forma poéticas, tenemos que añadir otros síntomas de inusitada madurez: el descaro y el sentido del humor, que se dejan ver de muchas maneras y en muchos de los poemas. Lo hacen a través de fructíferos “juegos” con el lenguaje, que, con elegancia y chispa en similares proporciones, llegan incluso a la traza surrealista, siempre inserta en la tradición de la lengua castellana.  

Nos encontramos, por ejemplo, con nombres que asumen una función verbal. Un hallazgo verdaderamente prodigioso en lo formal, que en este caso trae aparejado una altísima capacidad significante. Otra prueba (la mayor quizás) de la increíble madurez de este joven poeta:

…la del amor azorero
que atila y nabucodonosora
la parte y el todo de las almas. 

(Nótese aquí, además, como el pueblo romano y el judío tienen un enemigo común)

Nos encontramos con posibles cacofonías, que, por intencionadas dejan de serlo y funcionan a la perfección en su entorno poemático:

de tez atezada

Vivo en vano verano

Con valentía y acierto se emplean palabras que están en franco desuso, como “azorero”,
“denunciaciones” o “furiente”.

Se llega incluso a romper por sorpresa un soneto, (Resquemor antiguo, se llama) en una operación tan heterodoxa como sugerente.

Se manejan imágenes surrealistas de gran eficacia:

Un proceso parecido me erigió a mí
grano de café colombiano.

En fin, aparecen en este libro una cantidad de recursos loables en cualquier caso, pero muy en especial cuando hablamos de la primera obra de un poeta, no sólo núbil, como él mismo declara, (recuerden: “Menos mal, Amor, que eres lodo fértil / donde hacer el alborozo para este núbil cerdo”) también imberbe. Tal vez el poema que mejor resume todo lo que vengo explicando en los últimos párrafos, sea éste que les copio entero:

SE ANUNCIA…

Púber individuo casi español
–si trascendental le resultara–
de tez atezada, se consagra
a cualquier actividad que comprendiese,
aun si cabe someramente,
la exaltación de la belleza
en las cosas cotidianas
que atestiguan nuestra existencia.
A poder ser con contrato indefinido.
Garantizo experiencia suficiente
en la necesidad de amar que todo
lo soporta, discreción o nivel elemental
de la ironía y la originalidad
–posiblemente–
ya inventada por uno que bien calla.

No debo extenderme más. Seguramente quedó claro el porqué de mi entusiasmo con este libro y su autor. El castellano está en perenne estado de gestación. Su matriz no fue roída del todo. En el “debe” de este feto, algunos problemas formales de tipo menor,  algunas rimas descontroladas, tanto consonantes como asonantes, algunas citas inapropiadas… Tonterías de ese tipo que resultan aquí menos que pacotilla. En el “haber” todo lo dicho, que no es poco.

Parafraseando al mismo Willinton, deseo que las metáforas lo sazonen con ventura. Parafraseando a Pitágoras, le aconsejo: sigue por ahí, poeta, porque si llegaras algún día a formar rebaño, tendrías que soportar a los pastores y los perros. Y citando a Quevedo termino: Tranquilo, me digo, “…tiene la encina en los tizones / más séquito que tuvo en hoja y fruto”. 



  

lunes, 1 de junio de 2015

Fallido proyecto de crónica novelada








I


Su mayor anhelo era conocer Praga. De niña, el abuelo paterno, que siempre llevaba un fajo de billetes azules en su bolsillo derecho, solía mostrárselo y decirle que con ese dinero le regalaría un poni y la llevaría a conocer aquella lejana ciudad. Luego se aficionó a la literatura checa empujada por Adolf, el muchacho con quien comenzó a salir mientras cursaba primero de Arquitectura en La Coruña. No era gallega. Huyendo de su isla, había terminado a los pies del plomizo Finisterre simplemente porque tenía muchos familiares allí. Adolf estaba de paso en Galicia. Hubiera querido estudiar en su cuidad natal, pero debió acompañar a sus padres, exitosos hosteleros checos que a principios de siglo invirtieron en el sector del vino gallego.

Los padres de Adolf comenzaron a hacer dinero regentando una heladería en la Isla de Kampa. Tenían el mejor helado de Praga. Habían conseguido una fórmula secreta para hacerlo. Al parecer, se las dio un alemán que vivía en Einhausen, cerca de Worms. Adolf nunca logró que le mostraran en detalles aquella fórmula, y jamás supo de su origen más que lo ya dicho. Sus padres apenas tardaron una década en hacerse ricos. Cuando viajaron a Galicia, tenían varias heladerías por toda Chequia. Ella, que además y para entonces ya era una entregada admiradora de Holan, (el poeta que vivió y escribió aislado durante tantos años en su casa de Praga, levantada también en Kampa) no disimulaba ante su novio las ganas de conocer de primera mano todo aquello.
           


                                                           II


Conservo la caricatura que me hizo en la Plaza de Wenceslao. Y supongo que los tres euros (unas ochenta coronas) que entonces no me cobró. En el verano de dos mil diez la encontré allí. Durante ocho horas diarias retrataba guiris con cuatro líneas maestras. Vivía con Jorge Luis, un mulato y exboxeador cubano que se ganaba la vida llevando turistas desde aquella misma plaza a un restaurante mexicano (con cocinero japonés, por cierto) implantado en sus inmediaciones. Ella no terminó la carrera. Estuvo presa en las afueras de La Habana junto a Adolf, quien después de que asesinaran a sus padres en La Coruña, decidió llevar la parte más sucia de sus negocios, y más limpia de sus relaciones, a Cuba, alentado por un etarra millonario que vivía en la capital cubana emparejado con una artistilla local.

En aquel momento Adolf seguía preso. El etarra y su mujer se habían trasladado a Caracas. Ella, que logró el perdón del régimen cubano gracias a la mediación de un importante cacique gallego, vivía en Praga repudiada por su familia; amada por Jorge Luis, sin embargo, quien había perdido sólo tres combates de los ochenta y nueve que sostuvo mientras fue boxeador, y seguía dando golpes limpios a la vida, entonces en la capital checa, con aquel enorme sombrero tan extraño a su condición de mulato cubano, y aquel acento tan desenfadado y cantarín con que malamente se expresaba, lo mismo en inglés que en checo.
 

III


Hace un par de meses estuve con Ella en Madrid. Supe que vivía allí porque una amiga común decoró su flamante casa y enseguida llamó para contármelo. Fui hasta Somosierra a pedirle autorización para escribir una crónica novelada de su vida. Me lo negó. Entre risas me recordó que ya me había regalado en Praga una caricatura. Pidió que me conformara. Y añadió que si quería novelar su vida debía introducir en el relato la ficción bastante para que nadie pudiera arrimarlo, ni por asomo, a su persona. Suponiendo que haya existido, ¿a quién interesa el sujeto que inspiró la mutación del oficinista-cucaracha?, me preguntó. ¿Por qué no te dejas de tonterías y escribes un relato-relato? ¿Qué necesidad tienes de joderlo con la crónica?, abundó mientras salía de la sala como desmarcándose.

Jorge Luis se mostró más asequible. Había cambiado mucho su aspecto con relación al que lucía en Praga cuando lo conocí. Llevaba una bata muy parecida a un kimono y unas airosas chanclas de madera. Leía. Después de amagarme con un cómplice jab, dijo que él mismo había pensado “atacar” la historia de su mujer, aun sabiendo que contaba con armas muy rudimentarias, porque antes de publicarla bien podía someterla al oficio de algún escritor necesitado de dinero para que le diera forma. No parecía rácano, en lo absoluto, pero aquella tarde vi en sus ojos que descargado aprobaba la ausencia de ceros a la derecha de mis ganas. Me propuso que escribiera un cuento corto; una primera declaración de intenciones que revisarían con gusto. Toma nota, indicó, mientras Ella daba de comer arándanos a un poni rubio que tenía en el jardín, te doy las claves…

Transcribo lo que apunté aquella tarde:

- Ella siempre quiso ir a Praga.
- Su abuelo gallego prometió llevarla muchas veces.
- Emigró siendo una adolescente. En Galicia conoció a su novio checo, praguense para abundar su
atractivo, quien le enseñó su idioma y la internó en la cultura de su maravillosa ciudad.
- Los padres del novio eran unos hijos de puta. En Alemania robaron una fórmula para hacer helado. Su verdadero dueño era un exnazi que, para satisfacer a sus amos, la compró a un heladero milanés a principio de los cuarenta del siglo pasado, y la conservaba como un tesoro.
- En Galicia, los hosteleros-ladrones se metieron en peligrosos asuntos de droga. Lo del vino fue una tapadera. Los mataron, claro. Se lo habían buscado. El negocio del helado se fue a pique.
- El delfín checo no mejoraba a sus progenitores. Era relativamente culto, pero también un malísimo estudiante, y además, un delincuente torpe.
- Se la llevó de regreso a La Habana, porque estaba en tratos con aquel miserable etarra, prófugo, condenado en España por colaboración en crímenes atroces.
- Cayeron todos. Aunque sólo fueron a la cárcel los pringaos.
- Ella, ya cansada del imbécil que la metió en tales líos, logró salir con la mediación de un pez gordo gallego, metido en política y antiguo amigo se su abuelo.
- Finalmente viajó a Praga. En Galicia ya no podía vivir. Su familia no quería verla ni en pintura. Conoció a Jorge Luis.
               (Éste me pide con socarronería que invente lo que quiera alrededor de su vida en Praga;    
               que si abordo su pasado en Cuba, lo trate bien. Me invita a que recuerde el combate en que
               derribó al más grande.)
- Cuando pensaban que sería imposible recuperar aquella fórmula mágica para hacer helado, Ella conoció a un viejo jardinero que vivía en Kampa, quien a su vez había conocido a Holan en vida, a pesar del severo aislamiento que guardaba el poeta. Gracias a la admiración que ambos sentían por su monumental obra, y a lo bien que la conocían, se hicieron grandes amigos.
- Este señor, de apellido impronunciable, a quien la pareja quiso mucho desde aquel momento y mientras vivió, creía haber escuchado en alguna ocasión que el dueño de la fórmula vivía en Einhausen. Con ciertas cautelas se atrevió a decirlo.
- Viajaron al pequeño pueblo alemán. Encontraron al exnazi hecho una pasa, malviviendo en un edificio viejo. Su apartamento estaba situado justo encima de una heladería decadente.
- Sin tocar el tema tabú, le contaron al anciano lo ocurrido. No tenía herederos. Se moría. Se enamoró perdidamente de Ella. Y un poco de Jorge Luis, cree él. Les dijo que si prometían ponerle su nombre al nuevo negocio, les entregaría la fórmula sin coste alguno. Lo hicieron. Lo hizo.
- Recomenzaron su vida.
- Se mudaron a Madrid porque…

Entonces Ella intervino. Regresó del jardín perseguida por su poni, al que trataba como si fuera un gato, e hizo callar a Jorge Luís. Me dijo que era suficiente. Que no se me ocurriera poner un nombre cierto a ninguno de los personajes. Que ella debía llamarse Ella, o, cuando más, Mía… Me fui con dudas, muchas, pero decidido a comenzar el trabajo.



IV


Con temor comparto este cuento inconcluso. Jorge Luis y Mía desaparecieron sin avisar. No pude mostrárselo. Llegué a destiempo. No responden al teléfono, ni contestan los mensajes de correo. Su casa madrileña está cerrada. La parte visible del jardín, abandonada. Ni rastro del poni…

A través de un amigo que trabaja en La Habana por los derechos humanos, y que por eso tiene más información que la normalmente ofrecida por el régimen sobre la población reclusa del país, supe que Adolf murió de sida en la cárcel. Poco más sé. Apenas que las heladerías “Alfred” comienzan a bogar en España, y son controladas ahora por un holding de bodegueros gallegos.

No podré resolver la historia. Pero les aseguro que Ella (Mía, si prefieren) era guapísima y lista. Una gran dibujante. Una mujer sensible ante el arte y la poesía. Hubiera sido una arquitecta solvente, seguro, de no haber tropezado con aquel chico. Nunca la conocí a fondo, pero de buena gana la habría aceptado como amiga. Jorge Luis era un hombre entrañable. Para nada encajaba en el perfil de púgil violento. Su inteligencia no era simétrica a la de Mía, ni en tipo ni en magnitud alguna, pero cuánto me apetecía sonsacar con más tesón su sabrosa candidez.

Por razones de distinta índole, ambos giraban velozmente y se encontraron en la esquina más comprometida del cuadrilátero. Espero que la vida no les haya propinado el Knockout definitivo. Hice todo lo necesario para que mi cuento no desvelara sus identidades, y con nadie lo compartí hasta ahora. Si no les encuentro de nuevo, algo que parece bastante probable, renunciaré a mi crónica novelada. Así las cosas, aunque no comprendan ustedes mis razones, cualquier final posible me parecería desleal. Y con tales remilgos, las mentiras no alcanzan su punto trémulo. Y si las mentiras no tiemblan, jamás engendran la poderosa Verdad. Y si la Verdad no emerge con poderío suficiente para entramparnos a fondo, qué sentido tiene intentar…

           
Hay destinos
donde lo que carece de temblor no es sólido.

Vladimír Holan


V
(para lectores fieles y juguetones)


Nota de lectura de M.A. (Mía):

Mi personaje es creíble, Jorge, y casi todo el mundo quedó bien disimulado. No entiendo por qué hiciste la excepción con mi ex… Tú sabrás. El caso es que me gusta. ¿Será porque soy la protagonista? Cuando vuelva a España lo celebramos. P. (Jorge Luís) está satisfecho. Se siente bien tratado. Le hizo mucha gracia lo del sombrero mexicano. Me dijo entre risas que debiste añadir un poncho. Ah, y me preguntó quién era Holan. Ya sabes, este hombre no tiene remedio. Veinte años en Praga y no se entera de nada. También sabes cómo es de directo. Cuando le recriminé su ignorancia, dijo: Para mí, lo que no es helado es cuento. Y viceversa. Ese señor vivía del cuento. Yo vivo del helado. ¿Por qué debía conocerlo? Sí, puedes reírte. Lo hago contigo ahora mismo. Y lo de la novela, ¿realmente la descartas? Mira que Edgar la espera en Alemania. El pobre, dice que hasta ahora nadie mencionó Einhausen en una obra seria. Y los demás “personajes”, ¿te comentaron algo? Por cierto, ¿no temes que te lea Adolf? Besos.