lunes, 10 de agosto de 2015

Las flores de Antonio






                                                       Para Jorge Tamargo

Marpacífico de mi infancia,
si el destino se posara en tus ojos,
fueran los míos de lo eterno savia.

                                                                             Antonio Piedra


A mi amigo Antonio le dio por dibujar flores. Mi maestro Piedra acompaña sus dibujos con versos. Hace unos días, el amigo me regaló un dibujo con versos del maestro. No un tándem cualquiera, sino otro, compuesto expresamente para mí. Abro un período de público agradecimiento, porque detrás de este tipo de “vicio” (dibujo-versos-regalo) hay mucha más sustancia de la que, a priori, podemos suponer. Si logro darle forma ante ustedes, trascendiendo lo meramente personal, habrá valido la pena.

Quienes conocen a Antonio, sólo, por sus columnas de prensa, se extrañarán al ver este dibujo de una deliciosa ingenuidad y una sugerente brisa (Luis, un amigo común, diría ventolera) femenina. A quienes lo conocemos en otras suertes, también nos extrañó que aparecieran en escena unos dibujos (tiene muchos, los necesarios para conformar un libro) tan entrañables y aparentemente alejados de la faceta más intelectual de su autor. ¿Los hiciste tú?, preguntamos todos. Ni el talibán de las columnas semanales, ni el homo institucional, ni el excelente poeta o el agudo ensayista, calzaban a la primera en este dibujante naíf y afeminado. Mucho menos lo hacía el escéptico empedernido que los penetra a todos. Sólo el abuelo parecía obrar en el “desliz” colorista.

Las flores de Antonio son un enigma... No absoluto, matizo, porque únicamente cierran a cal y canto la puerta de su comprensión a los ajenos o simples. Quienes conocen en alguna medida (por vividos, intuidos o estudiados) los secretos de la madurez más fértil, podrán escuchar a Empédocles de fondo: adelante, adéntrate, “y sacarás del Hades el vigor de un hombre muerto […] yo he sido un muchacho, una doncella, un águila, un pez mudo en la mar”; ven, experiméntalo… Los otros no atinarán. ¿Y esas flores?, imagino se pregunten. Los habrá que esbocen una sonrisa burlona y piensen: quién dibuja esto ha perdido el filo. Ah, pobres… Entonces responderá Jenócrates: “la tragedia no presta oídos a la comedia”. Y Antonio, más irónico si cabe, tranquilamente sacará de su estuche jesuita la navaja de la conmiseración menos franca, y ¡zas!: ¿Qué puedo hacer, hijos míos?, envejezco.

El maestro Piedra dibuja florecillas cándidas, volanderas. Parece divertirse. Pero al pie de cada escena, como quien sujetara la aérea semilla al raso que la parió para dar sentido a las alegres ascensiones con su grave sedimento, repuja unos versos soberbios. Las flores también necesitan de una palabra redonda, que a la vez que ensanche, embarre, cave túneles en tierra. Sin los exactos y telúricos nombres, en vano derramarían su polen. Y cuánta eternidad presagia ese polvillo promiscuo si no se desactiva. “No puedo recordar la sonrisa de los dioses egipcios”, decía Rilke, “sin que se me ocurra la palabra «polen»”. En fin, Antonio es un dibujante naíf y un poeta lapidario: Al aire, florecillas, al aire, pero después aquí, donde las formas y los colores han de someterse a lo que dicten, primero, el Areópago, más tarde el Sanedrín, finalmente el perfecto castellano que habla Cristo. La libertad tiene un precio. Siempre. Y en Castilla, los verdaderos guardas de la palabra, bien que lo saben… lo imponen.

Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué Antonio, que todavía anda de tapado espadachín en salones de todo tipo, de animal político en la prensa, de finísimo poeta y ensayista en las bibliotecas de los cuatro gatos que se interesan por tales “desvaríos”, se nos muestra tan blando en apariencia, dedicado a dibujante floral? No lo sé del todo, pero puedo suponerlo. Hay muchos ejemplos capaces de darnos algunas pistas. ¿Estará el hombre preparando un retiro fructífero hacia un escueto vergel de imágenes regadas con amable olvido? ¿Estará ideando una síntesis que drene todos los excesos pasados en un jardincillo capaz de aplacar al miedo, simplemente, coloreándolo? ¿Buscará resolver, o al menos resumir, una existencia compleja por la vía más rápida posible: el placer que engendra la austeridad encantada? Si un “jardín es un resumen de la civilización” (Pessoa), ¿por qué no podría serlo, también, de uno de sus vacantes obreros? ¿O será que Antonio quiere pedirse perdón por algo que desconocemos?

Quién sabe. Me vienen a la mente, por muy distintas razones, Greta Garbo y Audrey Hepburn… Y Marlon Brando, en el papel de Corleone, ya viejo, viendo al nieto correr por los pasillos tan poco ajardinados de su vida. También Tolstoi, que terminó remendando zapatos al margen de todo el lío que tomaba forma en su feudo. Y acaso Cicerón, de quien cuentan que ya pensaba íntimamente en una República doméstica para gansos y cerdos, cuando Antonio (el enamoradizo triunviro) lo mandó a matar, o sea, a callar por un piadoso instante. O Diocleciano, el emperador que inventó la Tetrarquía, aquel que ensayó en una deshecha Roma la primera economía planificada que se conoce en el historia de Occidente, y que, ya retirado, después de ejercer su cargo sólo por veinte años, como había prometido, se fue al campo para ejercer de ganadero y agricultor aficionado. Ah, Diocleciano… tal vez el mejor ejemplo de una evasión sin fisuras. Según cuenta Montanelli, mientras disfrutaba de su retiro, fue invitado a intervenir de nuevo en los asuntos de la Ciudad-Loba, porque arreciaba la debacle de su engendro político-administrativo, en medio de una previsible guerra de sucesión que enfrentaba a quienes habían continuado su obra. El otrora emperador “respondió que semejante invitación sólo podía llegarle de quien jamás había visto con qué lozanía crecían las coles en su huerto. Y no se movió”.

Es posible que Antonio no sepa bien lo que hace. Con razón dijo Valéry que “Aquiles no puede vencer a la tortuga si piensa en el espacio y en el tiempo”. Pero lo que no me ofrece dudas es que esas flores, así, encepadas en esos versos, son cualquier cosa menos decadentes.

Hace unos días justo hablábamos él y yo sobre la decadencia galopante que se aprecia en nuestra cultura. Mientras lo hacíamos, Antonio aprovechaba para sacar punta a unos lápices, de talla tan escasa, que apenas podían ser sostenidos en las manos con intención de usarlos. Entonces me dijo que la decadencia en una sociedad arranca cuando se tiran a medio uso los lápices de colores, que aprovecharlos hasta que duelan las yemas de los dedos, es una muestra más de oposición combativa. Yo pienso que la decadencia se incoa en cualquier grupo humano cuando los dioses se van de vacaciones, pero debo reconocer que su ejemplo fue muy oportuno y sugerente.

Ya me había regalado entonces su marpacífico multicolor e inocentón, con esos versos redondos, magníficos, que me invitan a corregir miras. Y yo me pregunté si dibujarlo con semejantes herramientas le habría dolido a mi amigo. Sin respuesta para ello, pensé que en tal caso, alguna satisfacción compensatoria debió encontrar un alma tan compleja a ese impasse de dolorosa bondad. Sí, la bondad es también arriesgada y decadente si no discrimina, (“los buenos siempre fueron el principio del fin”, decía Nietzsche) pero allí me enfilaba desde los ojos mínimos de un “bicho malo”, que, por alguna razón no conocida del todo, después de lidiarse a sí mismo en difíciles escenarios, dibuja flores infantiles y amaneradas con lápices mochos, les endosa unos versos enormes, y a alguien como yo se las regala… Ay, “marpacífico de mi infancia”, para qué seguir buscando recónditas razones que den cobijo a tu esencia, donde tu mera aparición las desahucia.



5 comentarios:

  1. Ay, hermano, qué hermosa entrada. Los que tenemos de esas volanderas flores "pétreas" sabemos muy bien de lo que hablas. Yo estoy loco porque "Jardín a la vista" sea impreso para tener el mío.
    Te tengo que llamar, que ando desaparecido tras el camino. Un abrazo fuerte

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  2. Me alegra que te haya gustado, hermano. Gracias por leer y comentar aquí. Mi abrazo de siempre.

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  3. Donde estaba la Piedra ahora brota una flor.

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  4. ¡Qué bien escrito, Jorge! Si de casi nada (el regalo ingenuo de estos marpacíficos) uno saca chispas, eso me sugiere ingenio y bondad para mostrarlo.
    Sonia

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  5. Gracias, amiga, por lectura y comentario igualmente inteligentes. Mi abrazo

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