martes, 1 de septiembre de 2015

La lombriz del shōgun






  
Wabi, reverencio el surco que deja a su paso…

José Kozer




I


La torii de Nikkō Tōshō-gū, santuario levantado en el XVII para dar merecido cobijo al espíritu del shōgun Tokugawa Ieyasu, lleva un tiempo cambiando de color. Adquirió una capacidad iridiscente que tiene igual de preocupados a guardianes, fieles y funcionarios de la Prefectura. Una detallada pesquisa descartó que sobre ella se estuvieran proyectando imágenes desde algún secreto lugar. Se revisaron las copas de todos los cedros que conforman el magnífico bosque circundante, los tejados de cada uno de los templos y demás edificios próximos. Nada. La energía que provoca el efecto luminoso tiene una fuente interna. La torii es de bronce, ¿cómo puede pasar esto?, se preguntan todos. Por las mañanas aparecen leves destellos azules sobre el kasagi y el shimaki. Por las tardes el pórtico al completo cambia de color varias veces, sin que se puedan relacionar los intervalos cromáticos con un fenómeno desencadenante de naturaleza atmosférica o humana. No sucede siempre. Nada permite acotar el hecho para facilitar su sometimiento a una cadena causal con base científica. Se trata de la manifestación numinosa del kami, está claro, pero ¿por qué así… ahora?  



II


Eugenio, mulato achinado (mitad japonés, mitad habanero) en abril del 85 se fugó de la embajada cubana en Tokio, donde llevaba más de veinte años trabajando como traductor en la Oficina Comercial. Unos días antes de su desaparición, quedó por la mañana en el vestíbulo del flamante Akasaka Prince Hotel con Pepín (su sobrino, ingeniero eléctrico invitado por la UNESCO a la Exposición Internacional de Tsukuba) para conducirlo a las dependencias del consulado y presentarlo al cónsul, quien debía leerle la cartilla en todo lo concerniente a su estancia en Japón, que, aunque nada tenía que ver con el gobierno de Castro, sería controlada por éste.

Pepín lo aguardaba con una cajita en la mano, cuidadosamente envuelta en papel periódico, ventilada a través de unos agujeros de pequeño diámetro. Después del primer abrazo, (los hombres no se conocían personalmente) y antes de la puesta al día en los asuntos familiares, Pepín entregó el encargo a su tío, que le pagó con su mejor sonrisa, su apretón más intenso y demorado. No la abrió en el hotel. Fueron a un restaurante cercano, y mientras comían paella, pues al recién llegado el resto de platos le parecían muy extravagantes, Eugenio comprobó que dentro del cofrecillo de cartón, entre humus y trozos de seda roja, estaba la lombriz que esperaba. La sobremesa fue larga. Después de tranquilizar a Pepín, (no se comería al anélido, ni dejaría que nadie lo hiciera) tuvo que explicarle, aunque fuera sesgadamente, el porqué de su rara petición.



III


Kenta, el abuelo de Eugenio, llegó a La Habana en 1921. Solo. En aquel momento nadie pudo explicarse cómo lo hizo. Era muy joven y parecía pobre. Aunque él jamás lo aceptó, y torcía el gesto con la simple mención de semejante hipótesis, se sospechó que huía de las guerras imperiales que a la sazón libraba su país contra Corea y China. Kenta era de Nikkō, una pequeña localidad japonesa que actualmente forma parte de la Prefectura de Tochigi. Poco más se supo a su llegada.

En su nueva ciudad casó con Aleja, guapísima negra de la barriada de Lawton que tocaba el piano como una diosa y siempre vestía de impecable blanco. De aquella relación tampoco conocemos mucho, pero sí que Aleja dejó la carrera musical, y Kenta dedicó el resto de su vida a un pequeño negocio vinculado con las artes de pesca. Tenía en su patio una potente cría de lombrices que vendía como carnada a pescadores profesionales y deportistas.

Eugenio, único nieto del comerciante nipón, heredó directamente el patrimonio de su abuelo. Su padre nunca se interesó por negocios al menudeo, y emigró a New York en los años cincuenta abandonando a su familia. Cuando murieron los abuelos Kenta y Aleja, el patio de la casa familiar, sede de su decadente actividad comercial, quedó en manos del joven Eugenio.

Incluso en épocas complejas para el pequeño negocio, (ya en los sesenta el régimen cubano los repudió primero y los persiguió después con eficacia) Eugenio mantuvo el suyo. Vendía todo tipo de artilugio para pescar, incluidas las carnadas vivas de siempre. Cuando lo destinaron a trabajar en Tokio, dejó el negocio a su hermana, Akane, la madre de Pepín, quien forzada por la vigilancia castrista, y un poco también por su marido, (aunque contrario al gobierno, coqueteaba con él por conveniencia) lo fue reduciendo poco a poco. En ausencia de Eugenio, Akane mantuvo sólo unos pocos clientes de mucha confianza. Pepín nunca se vinculó con el asunto de la pesca. Iba para ingeniero. No le interesaban las casuchas ruinosas del patio, los cacharros y redes que en ellas había, aquellas bateas de tierra podrida, donde, de vez en cuando, trabajaba su madre.      



IV


Akane preparó la cajita con una delicadeza nipona, como si sirviera el té. En ella introdujo una lombriz muy rara: rubia, medio transparente, de un linaje especial. A Pepín, que jamás reparó en las lombrices, no era su apariencia lo que más le preocupaba, sino los controles aeroportuarios. Nunca había salido de su isla, pero había escuchado muchas historias con relación a los decomisos en las aduanas de los aeropuertos. Temía que le impidieran salir de Cuba con semejante carga. No sabía qué podía suceder con ella en la escala mexicana, o a su llegada a Tokio. Su madre le pidió que llevara el encargo en el equipaje de mano, con mucho cuidado, como si fuera un pequeño útil de trabajo o un medicamento. Compungida le preguntó si lo volvería a ver. El chico le aseguró que regresaría.
  


V


En el 64, recién llegado a Tokio procedente de La Habana, Eugenio conoció a una gimnasta rusa que abandonó su equipo olímpico para quedarse en Japón. Años más tarde se casó con ella. En la embajada cubana no vieron con buenos ojos que se uniera a una reconocida desertora del “Paraíso”. Alguna perreta protagonizaron los más integristas, pero el asunto Irina, al parecer ya medio olvidado por los propios soviéticos, se había enfriado bastante cuando Eugenio la llevó a su casa.

Irina murió a comienzos de los setenta debido a una rara enfermedad, sin un diagnóstico preciso. Eugenio albergó siempre las peores sospechas con relación a sus causas, pero no pudo hacer nada al respecto. No habían tenido hijos. Irina era estéril. Otra tara. ¿Casual? El caso es que Eugenio vivía muy solo en Tokio cuando apareció Pepín con aquella lombriz rubia.

Antes incluso de que su sobrino regresara a La Habana (estuvo un mes recorriendo Japón) Eugenio desapareció. Jamás volvió a su puesto de trabajo. Nadie supo de él hasta que el propio Pepín lo encontró, veinte años más tarde, en el penal de Fuchu, Tokio. A Eugenio se le relacionó con un crimen en Utsunomiya. Fue declarado culpable de matar a un exfuncionario soviético; alguien que trabajó durante muchos años como diplomático de su país en Japón, y que después de la desaparición de la U.R.S.S., se quedó en aquella ciudad ejerciendo como fotógrafo profesional.



VI


Pepín, que desde mediados de los noventa no vivía en Cuba, en el 2005 regresó a Japón para buscar a Eugenio, porque su madre, muy enferma en La Habana, le contó por teléfono algo que el tío había obviado en aquella intensa (y extensa) sobremesa del 85. Pepín quería más datos sobre el origen de Kenta, su bisabuelo; quería saber más sobre la lombriz que había llevado a Tokio en los ochenta.

Eugenio también se moría. Tenía cáncer. Había rogado que lo dejaran terminar sus días en la cárcel porque nadie lo esperaba afuera… Pocos detalles obtuvo Pepín de su tío. Pero éste le contó lo más sustancioso: ambos tenían sangre de "príncipe". Kenta descendía del mismísimo Ieyasu. Era uno de los guardianes de su Santuario cuando tuvo que huir de Nikkō por haber matado, sin intención de hacerlo, a un curioso extranjero que profanó, también sin empeño alguno, el parterre sagrado donde vivía, especialmente atendida por el joven, la lombriz rubia, entonces considerada una suerte de intermediario ante el kami por muchos seguidores sintoístas del célebre shōgun.

Kenta empujó al curioso (un historiador inglés especialmente autorizado por el emperador a investigar en los santuarios de Nikkō) para que no siguiera mal pisando. Desafortunadamente, el hombre se golpeó la cabeza con la roca donde se cree habitaba el espíritu del kami. Murió al instante. Kenta tenía diecinueve años. Se avergonzó. Se atemorizó. Huyó. Llegó a Tokio para pedir protección a la rama más influyente de su familia materna. Poco más se sabe de aquello. Pero Eugenio, que retenía los datos clave de la historia, esta vez en un japonés clásico, le contó que el joven (su abuelo Kenta) fue escondido en la embajada polaca. Debió llegar a Polonia meses después. Y con unos judíos locales que emigraban a los E.E.U.U., embarcó en un trasatlántico con destino a… Era verano y 1921. Kenta debió quedarse ilegalmente en Cuba aprovechando una escala de aquel barco en La Habana.

No se sabe cómo pudo enamorarse (si es que lo hizo) de Aleja, por qué casó con ella; tampoco cómo se las arregló para llevar la lombriz rubia hasta su isla adoptiva. Nunca se vendió allí ningún ejemplar de su prole: lombrices intensamente doradas, rarísimas. La distinguida cepa medraba en una batea independiente (la mejor atendida) y sólo Kenta se ocupó de ella mientras fue válido para hacerlo.

Se acercaba el carcelero para dar por concluida la visita, cuando Eugenio, aferrado al brazo de su sobrino, (tal vez intuyó que no lo vería de nuevo) le confesó dos cosas de muy distinta índole: Mató a ese hijo de puta ucraniano porque supo que envenenó a Irina por órdenes de la KGB. Nunca se arrepintió. Y en el 85, cuando se evadió de la embajada, llevó la lombriz traída de La Habana a los pies de la torii de Nikkō Tōshō-gū. La dejó bajo los cantos próximos al pilar izquierdo… Ya casi sin tiempo para hacerlo, (el guardia había descargado gravemente la mano sobre su hombro) le pidió a Pepín que fuera al Santuario, que tratara de comprobar si la lombriz había logrado prosperar allí. Le pidió también que si apreciaba algo que pudiera relacionarse con su presencia, volviera y se lo dijera.



VII


Pepín no hizo caso a su tío. Era muy escéptico al respecto: ¿Podía una lombriz, por muy especial que fuera, vivir casi un siglo? Entonces ya residía en Miami, donde trabajaba como ingeniero en la filial floridana de la Lawton Company. Había comprobado lo que le importaba: era descendiente de un guerrero nipón. No tenía tiempo para otra cosa. Además, ¿qué efecto puede provocar una lombriz albina sobre un pórtico de bronce? Ninguno. Seguro. Los ingenieros no participan fenómenos paranormales, no se atienen a tales pamplinas.

Pepín es escéptico con todo lo ajeno al cálculo, pero no vive tranquilo. Teme por su salud mental y la de sus hijos. Cree que arrastran una propensión genética a la magia y el oscurantismo. En su familia materna, casi todos fueron de alguna manera rehenes de la singular lombriz del bisabuelo. Y los que no, estuvieron siempre a expensas de la caprichosa voluntad de los orishas.

La última vez que habló con su madre por teléfono, poco antes de que muriera en La Habana, Akane deliraba como poseída por la terca pasión familiar. También en japonés, (los mayores preferían hablar en este idioma antes de morir) le contó que estaban sucediendo cosas raras en la batea del almácigo. Sí, aquélla, donde todavía tenía y cuidaba algunos ejemplares de la cepa mestiza, en ocasiones tornasolaba. Por las mañanas cambiaba de color varias veces. Por las tardes emitía unos destellos azules. También había observado que, cuando esto sucedía, las piedrecillas que aún permanecían en el altar de la abuela Aleja como ella las había dejado, se movían. Los dientes de tiburón temblaban…    
     


(la lombriz)
Sin cesar traza en la tierra
el rasgo largo, inconcluso,
de una enigmática letra.

                                                                     Carrera Andrade





4 comentarios:

  1. Aquello de Carpentier: "Un día los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema." y esto tuyo, me hacen pensar en el efectivo poder que los santeros dan a las lombrices de tierra contra el vencimiento de enemigos,los dolores de cabeza y otros males inconfesables del cuerpo y también al bejuco lombriz, de tallo resplandeciente. Bonito cuento, hermano, atravesado de unos misterios ocultos que sabes que me encantan. Un abrazo.

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  2. Gracias, amigo, por lectura y comentario. Ambos inteligentes, como siempre. Besos.

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  3. Me ha gustado tremendamente cómo lías todo, lo relacionas en un acto de magia que no vemos. Acaba de sorprenderme en la ventana de mi habitación (cerrada) un fulgor extraño, tornasol y hermoso, que se arrastra hacia el techo del mundo y se va lejos serpenteando por el cielo. Muchas gracias por compartir estas historias.

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  4. Gracias a ti, querida amiga. Y qué bueno que lleguen esos fulgores a tus preciados ojos. Besos.

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