miércoles, 16 de marzo de 2016

La casa perfecta





                                                                                A María Elena Hernández Álvarez, arquitecta y
                                                                     profesora mexicana que, con esfuerzo y acierto, dirige
                                                                         la investigación "Arquitectura y Humanidades" en la
                                                                        Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

                                                                      

“Ahora nos invaden, desde América, cosas indiferentes y vacías, pseudocosas, trampas de la vida… Una casa en la mentalidad americana, una manzana o una vid americanas no tienen nada en común con la casa, la fruta, el racimo en el que habían penetrado la esperanza y los demorados pensamientos de nuestros antepasados. Las cosas animadas, vividas, las cosas que saben lo nuestro, decaen y ya pueden ser sustituidas. Somos quizás los últimos que han conocido aún tales cosas. En nosotros se apoya la responsabilidad de conservar no sólo su recuerdo (esto sería poco e inseguro), sino su valor humano y lárico. («Lárico» en el sentido de los dioses «lares» o del hogar)”.

Esto escribía Rilke en una de sus célebres cartas a comienzos del pasado siglo. Pasaré de puntillas por la procedencia de los vicios que menciona el gran poeta checo, pero no sin confesar que cada vez tengo más dudas sobre la supuesta patria americana del “pecado original” que nos condenó a las casas que hoy padecemos. Puede que el impulso prometeico y adánico se haya concretado en California, Chicago o Nueva York, sí, pero la serpiente y la falaz poma eran europeas, porque fue en Europa donde germinó el manzano de la utopía en los últimos mil años. En Occidente todas las manzanas son europeas, por más que su semilla sea irania; todas las serpientes son hijas de Pitón, aunque hayan danzado para Sócrates después de haberlo hecho para Zoroastro. Europeos fueron los Bacon (Roger y Francis), Moro, Burton o Fourier, por citar sólo algunos de los hortelanos; y Garnier, Howard o Le Courbusier, por citar también algunos cosecheros. La casa-objeto-máquina que aterraba a Rilke era un fenómeno trasatlántico, pero con esencia europea, como lo fueron los edificios de Costa (francés aplatanado, por cierto) o Niemeyer en Brasil. Los americanos muchas veces fueron, y todavía son, el vehículo más o menos cándido para poner en marcha los sueños paternos; porque la pulsión cultural europea nunca fue tan débil como para permitir que su contraria civilizadora campeara inmisericorde por el viejo continente. Ya bastante se había visto a comienzos del XX (o no, uno de los problemas de Londres en el Ochocientos era lo poco que se veía bajo su niebla tóxica) con la implementación de la ciudad industrial en Inglaterra. Había que experimentar a lo grande en América lo que repugnaba en Europa. Las ideas y las doctrinas, europeas. El laboratorio no.

Pero poco importa, al menos aquí y ahora, cual sea el origen del asunto. Aunque no haya sido americano aquel burgués romántico que sintió la necesidad de salir À la recherche du temps perdu, ni americana fuera aquella compañía que, a finales del siglo XIX, compró en Saqqara un cargamento de diecisiete toneladas de gatos momificados antes de Cristo para honrar a Bastet, con la intención de pulverizarlos y emplearlos como fertilizantes en las fatigadas tierras del Imperio; efectivamente, Rilke fue testigo de la rotura definitiva del vínculo sagrado que unía al hombre con las cosas que conformaban (conforman) su paisaje espacio-temporal. Como era un ser hipersensible, lo vio claro; como era un gran poeta, lo in-formó valiéndose de la verdad menos sospechosa: la poética.

Pero, ¿quién escuchaba a los poetas en el XIX o en el XX? ¿Y quién los escucha ahora? El hombre-masa no necesita poetas. O sí, más que ningún otro tal vez, pero no lo sabe. ¿Cómo podría constituirse este hombre en guardián del valor lárico de las cosas, cuando su razón de ser pasa por vivir desarraigado, al margen de cualquier vocación que pueda toserle al consumo? La casa del consumista debe poseer, ante todo, valor de cambio; no es para él, (ni para nadie) sólo es un activo pasajero en sus apuntes contables. Esta casa debe poseer el valor de uso justo para sostener un precio provechoso que crezca en constante aceleración; y también debe implementar un antídoto frente a las demandas judiciales que el consumista pueda emprender contra sus artífices y valedores: promotores, banqueros, políticos e ingenieros. Porque la concepción de esta casa no es asunto de arquitectos. Esta casa pretende ser una maquinita perfecta que cree la ilusión de confort ergonómico y térmico en un hombre enfermo, más aún, roto, que ya piensa (pobre de él) en la inteligencia artificial como imán de sus trizas.

Ah, la perfección. No esa que apunta hieráticamente a la Regla de Oro, sino otra peor todavía: la devenida de una pulsión autómata exacerbada que, junto a la pulsión de posesión, embala al homo tecnológico, tan indolente de sí mismo, que sólo se siente cómodo y protegido si participa lo estándar. Esa perfección, insisto, no es cosa de arquitectos, porque no tiene raíz alguna en el humanismo. Una casa tan inteligente, que no pertenece a nadie, pues no está pensada para que una familia la habite en plenitud, sino para que acampen en ella muchas familias mientras no puedan evitarlo; es decir, mientras estén de paso en su camino hacia otra más perfecta y rentable; una casa como ésta, digo, es asunto, sobre todo, de juristas e ingenieros. Lo vemos con claridad en España, por ejemplo, donde el proyecto de una casa, o de un edificio residencial, se ha convertido en un ejercicio que combina lo jurídico-administrativo con lo técnico, poco más. Claro que hay excepciones: la ecuación puede complicarse con el esnobismo y el mercadeo, pero muy pocas veces emerge en ella la arquitectura en su complejidad, con toda su razón de ser; entre otras cosas, porque es prácticamente imposible, porque el marco legal y normativo lo impide, porque el consumista no lo necesita, ni siquiera lo conoce: no lo demanda, incluso lo abomina.

La casa perfecta del homo tecnológico y consumista no debe tener goteras, claro, (esto ya lo pretendía la casa egipcia) debe ser capaz de conducir el agua de lluvia y las cargas de todo tipo desde el tejado hasta el suelo, claro, (esto ya lo conseguía la casa vikinga) pero además debe ser eficaz energéticamente… y saludable… y aséptica. O sea, por contradictorio que parezca, debe aislarse severamente del exterior, y a la vez ventilarse de forma continua; debe tener una carpintería estanca al aire, con abundantes aireadores sin embargo… También debe ser garante de suma privacidad, por supuesto. Tendrá un tratamiento acústico ejemplar en la superficie de contacto con sus iguales y contiguas para aislar a sus moradores, incluso más de lo que ya lo hacen sus hábitos antisociales, confesables, sólo, a sus teléfonos móviles… El homo tecnológico y consumista no sabrá nada de su vecino y semejante porque lo escuche a través de la pared medianera. Lo sabrá todo si comparte con él las redes sociales. Y a la vez, ni uno ni otro podrán esconder nada ante las grandes empresas que trasiegan con la información personal que ambos regalan a los satélites diariamente, como tampoco lo podrán esconder ante el gobierno que los espía “por el bien de todos”…

Eso sí, no parece relevante que la casa perfecta se construya con materiales extraídos de la naturaleza a diez mil kilómetros de distancia, y elaborados industrialmente a otros tantos, quién sabe si en dirección contraria. Por ejemplo, una casa perfecta en España, que no sabrá si calentarse o ventilarse mientras su inquilino (esta casa no tiene verdaderos propietarios, ya lo dije) espera que suba su precio para traspasarla, puede estar construida con cemento mexicano, cerámica turca, aluminio holandés y madera brasileña. El celo medioambiental que al parecer justifica y ampara la cacareada eficiencia energética, resulta relativo cuando se trata de frenar, o siquiera cuestionar, el trasiego de tecnologías y mercancías tan caro al homo tecnológico y consumista, ciudadano (digamos ciudadano, para no complicar las cosas) del Sacro Imperio Global.

Los penúltimos románticos (¿formo parte de los últimos?) vivieron los gérmenes de nuestra deriva actual, intuyeron sus perniciosos efectos y los denunciaron. Algunos fueron optimistas. Ernst Fischer, por ejemplo, un marxista sui géneris, dijo en un arranque taoísta: “a medida que las máquinas vayan siendo más eficaces y perfectas, resultará evidente que lo que hace la grandeza del hombre es la imperfección.” ¿Resultará evidente...? Sonrío con amargura. Otros fueron más pesimistas porque se dieron cuenta de que el enemigo era (es) interno. Pessoa, por ejemplo, observó: “una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez.”

¿Es la inteligencia, obrando al margen del humanismo, (y puede que en su contra) la que nos condena a la casa perfecta? Bueno, afortunadamente, tal pugilato no está del todo resuelto. En España la gente tapa los huecos que los ingenieros proyectan y obligan a introducir en sus ventanas o muros. Los usuarios quieren mantener calientes sus maquinitas de habitar al menor costo posible. Y además, conviven en ellas con perros, gatos y otras mascotas raras con las que comparten el aire enrarecido. También personalizan el diseño interior de las cajitas donde se ven obligados a pernoctar. Lo hacen caprichosamente. En unos casos, siguiendo los cánones de las revistas de moda, en otros, observando tercos hábitos de sus abuelos. La gente camina hacia la inteligencia artificial, pero a veces remolonea, parece tener menos prisa de la que quisiera el ingeniero-jefe de Google.

Soy arquitecto. Supuestamente estoy formado para influir de manera positiva en los hábitos domésticos del homo tecnológico y consumista, para ordenar el espacio donde vive, para apaciguar su tempo vital. Intento hacerlo cada vez que puedo, por difíciles que se hayan puesto las cosas. Soy tan soberbio, que a veces pienso que en alguna medida lo consigo. Pero no soy tan estúpido, o eso creo, como para no darme cuenta de que una casa óptima, si fuera posible, jamás resultaría perfecta para una mentalidad ingeniera; porque una casa óptima sería aquella que realmente perteneciera a sus moradores: seres humanos todavía, y como tales, sometidos en última instancia a un pathos complejo, que para nada se puede supeditar, sobre todo si hablamos del ámbito hogareño, a los raquíticos logos y ethos de la ingeniería. En una “casa óptima” el genio debe vivir al servicio de la familia, y el ingenio no debe pretender más que facilitar las cosas para que ello ocurra. El ingenio, como mucho, es la lámpara; nunca quien la frota, y menos aún, Aladino.

Los arquitectos estamos jodidos en tanto somos, o deberíamos ser, agentes del Humanismo. Lo sé, pero, parafraseando a Eliot, debemos decir (pensar): en la arquitectura, como en la vida misma, nuestra tarea consiste en sacar el máximo partido de una mala situación. Y parafraseando a Poe, debemos mostrarnos relativamente agradecidos, porque: si no existieran todavía vestigios de Arquitectura, la última palabra sería de esos locos ingenieros japoneses… o chinos / indios / ingleses, qué más da. Morir matando, eso es. En este caso no veo otra manera de alcanzar, y, con un poco de suerte, testar, la Fe de Vida.



viernes, 11 de marzo de 2016

Enmienda a la parcialidad





Un amigo me avisó (sí, tengo amigos realmente tiquismiquis) sobre la publicación incompleta de una entrevista que me hizo Juan Carlos Romero Mestre en octubre de 2014. La entrevista, con veintiocho preguntas y sus respuestas, que entonces se publicó íntegramente en la revista Cubaencuentro, fue también publicada (no sé cuándo) en otro medio digital con sólo veinte. El asunto no tiene ninguna importancia, como tampoco la tiene que yo recupere el documento en su totalidad para mi blog. No tiene importancia, insisto, pero entre las preguntas y respuestas omitidas (lo comprobé, claro) hay algunas que a mi amigo le hacen especial gracia. Así que, aunque en su momento no la publiqué aquí, lo hago ahora. Todo esto me preguntó Juan Carlos, y todo esto le respondí. 



1-      ¿En qué momento decidió que quería escribir?

No lo recuerdo. ¿Decidir escribir?

2-      ¿Qué le aportan la escritura y la literatura, piensa que vale todo en literatura?

Lo que más me aporta es la lectura… Nunca pienso en eso. Sencillamente leo aquello que no merma mis ganas de leer, y, sobre todo, aquello que las esponja.

3-      ¿Qué es necesario para que una novela interese a los lectores?

No lo sé. Para que me interese a mí debe ser muy buena, y entonces seguramente interesará a lectores con mis apetencias en los próximos siglos, milenios.

4-      ¿Cuales son sus géneros favoritos en la lectura, sus autores; y quiénes le han influido más?

Leo sólo lo que me parece bueno. Sobre todo releo. Soy cada vez más selectivo en esto porque el tiempo encarece progresivamente. A todos nos han influido más los griegos, sepámoslo o no. También, y en segundo lugar, el relato monoteísta oriental que nos vino con la primera globalización alejandrina. Entre los comentaristas los hay muy buenos. Me vienen a la mente ahora Dante y Lezama.

5-      ¿A qué se dedica cuando no escribe?

Ahora mismo a sobrevivir…

6-      ¿Cuál es su método de escritura, anota lo que se le ocurre?

¿Mi método? Leer a los mejores. No los imito, pero los tengo en cuenta. Soy poco ocurrente, mas retengo en papel, cuando puedo hacerlo, una imagen si es buena.

7-      ¿Si pudiese ser un poema, cuál sería?

Eso de ser un poema sí que es una ocurrencia. De Gil de Biedma, un poeta que me interesa poco.

8-      ¿En qué proyecto se encuentra sumergido en estos momentos?

Aprendo a escribir. Y estudio en vano cómo retener a mis hijos en casa.

9-      ¿Se escribe por placer o también por dinero y reconocimiento?

No lo sé bien, ni siquiera en mi propio caso. Pero lo que no place, no interesa.

10-  ¿Dominas los recursos de estilo, las figuras literarias o escribes con estilo propio y sigues experimentando y aprendiendo?

Habría que preguntar a mis lectores. Si escuchas algo al respecto, por favor, dímelo. Sería divertido saber cómo lo ven.

11-  Se dice que los escritores deben cuidar y ofrecer obras depuradas utilizando recursos narrativos. ¿Lo ves así, o encuentras bien que se limiten a contar como lo harían en una sobremesa?

Que lo hagan bien. Sólo importa eso.

12-  ¿Regalas libros en alguna ocasión?

Sí, quiero a mis amigos. Y soy soberbio, pues todavía me atrevo a regalar los míos.

13-  ¿Crees que la literatura cubana está de moda y que el escritor, en tanto figura pública tiene responsabilidad social?

Ninguna literatura está de moda. Ni siquiera la clásica. Muy pocos escritores son “figura pública”. Todos tenemos responsabilidad social… también los poetas. Y justo por ello, deberíamos huir de la llamada poesía social, ese ajiaco patológico cargado de lugares comunes, sentencias, consignas y contraconsignas.  

14-  ¿Cómo te ha cambiado el mundo de la tecnología y el e-book?

En nada me ha cambiado, espero. Todavía soy capaz de imaginar a partir de mi pobre soporte biológico. Permíteme, ahora sí, una consigna: No a la inteligencia artificial.

15-  ¿Sentías que habías nacido con vocación literaria, cuáles son tus verdaderos orígenes en ese    sentido?

Recuerdo que me impactaron primero Verne y Salgari. Después La Odisea, Edipo Rey, Medea. Más tarde… poco puedo añadir. También recuerdo aquellos poemas de Hernández y Machado que musicalizó Serrat. Tenía yo, me parece, 11 ó 12 años.

16-  ¿Lamentas que tu vida literaria no se hubiera desarrollado en otro medio más propicio?

Bueno, me habría gustado conocer a Esquilo, incluso haber descrito el vuelo de la tortuga homicida.

17-  ¿Crees que la poesía cubana a veces tiene serios altibajos?

Toda la poesía en castellano lleva cuatrocientos años encogiendo. Hay obras que resisten. También en Cuba.

18-  ¿Qué libros o poemas han cambiado tu vida?

Ninguno cambió mi vida. Todos los buenos que leí me regalaron ganas de seguir adelante.

19-  ¿Qué escritores cubanos te han influenciado más?

Créeme, no lo sé bien. Y tiene muy poca importancia dilucidarlo. Sí sé a quienes prefiero: Casal, Lezama y Kozer, por ejemplo.

20-  El regreso, la nostalgia, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. ¿Tienes la obsesión del regreso a tenor de los nuevos cambios?

Intuyo que preguntas por Cuba. Nunca me fui de mí. Y es una pena. Vaya cárcel. Trato de ensanchar a diario el espacio entre sus barrotes.

21-  ¿Has tenido que esquivar la censura en tus escritos?

Todos los días. Me convertí en un censor implacable.

22-  ¿Hay algún género más eficaz para trascribir la realidad cubana?

La realidad no es genérica. 

23-  ¿Qué significa la arquitectura en tu obra?

Es parte de ella. Mi alma es obrante y no distingue cánones disciplinarios.

24-  ¿Sin memoria histórica no hay imaginación?

Cada vez hay menos de ambas. La inteligencia artificial no las necesita.

25-  ¿Escritor, poeta o compositor musical?

Hombre, no estaría mal ser alguna de esas tres cosas; aceptando, sólo para responder a tu pregunta, que escritor y poeta no sean la misma.

26-  ¿Qué significado tiene para ti la ciudad donde has vivido la mayor parte de tu vida?

Resulta mi ciudad.

27-  ¿Qué objetivo persiguen tus poemas?

Agradarme, ayudarme a vivir, testar memoria a mis hijos…

 28-  ¿Qué mensaje deseas trasmitirle a los cubanos y a tus lectores en el próximo año 2015?

A cubanos y no cubanos, más que un mensaje, un deseo: que tengan buenas lecturas.



                                                  
  Entrevista de Juan Carlos Romero Mestre



miércoles, 2 de marzo de 2016

Teléfonos y chimpancés







Hoy vi parte de un documental sobre la obra de Jane Goodall, esa señora entrañable que trabaja con y para los chimpancés. Apenas tengo tiempo ahora para escribir, y lo menos que pensé fue hacerlo a partir de la impresión que entonces recibí (muy buena, por cierto) porque el asunto merece que nos detengamos en él, que nos demoremos incluso. 

Sin embargo, también hoy un amigo se mofó (cariñosamente, claro) de mi teléfono móvil, que apenas tiene cinco años y ya debe ser para casi todos una suerte de hoguera semiextinta que emite incomprensibles señales de humo. Yo estoy encantado con él, porque puede hacer y recibir llamadas, no lo recargo más de una vez a la semana, y es muy resistente ante las caídas; además, nadie pretende robármelo; pero cada vez que lo uso, noto el asombro de mis acompañantes, “sufro” su risa, y hasta su burla si se trata de familiares o amigos… Ya saben, como dice el refrán: donde hay confianza, da asco.

El tema de los chimpancés y la última mofa sobre mi teléfono, me han hecho recordar algo que escribí hace ya tiempo a otro amigo acerca de la incidencia de la tecnología en nuestras vidas. Lo recordé, pero hacerlo no fue suficiente para que me decidiera a escribir algo al respecto. El colmo impulsor llegó cuando veía el telediario después de comer: Resulta que ayer en el Parlamento, mientras un orador intentaba hacerse valer en dirección a la presidencia del país, un “oyente” de cierta relevancia institucional consultaba su teléfono. Como el hecho fue detectado y aireado en la prensa, el “lector” adujo hoy que no se entretenía, que mientras el otro hablaba, él seguía el discurso leyéndolo en su teléfono… Entonces decidí publicar esta breve nota tomando un segmento de aquel viejo escrito que viene al caso. Chimpancés, terminales móviles, candidatos a presidentes, invitados adictos al teléfono… Qué pena que no tenga más tiempo.  

La reacción ajena ante mi cómodo teléfono, tiene, en el fondo, la misma causa que mi negativa a cambiarlo por uno de esos aparatos tan modernos y sofisticados que sirven para todo menos para que nos llamemos, (sí, son capaces de conectarnos mediante la palabra hablada, pero no se usan para ello) tiene que ver, digo, con nuestro posicionamiento frente al imperio de la tecnología. No puedo extenderme en el asunto, y, además, ya lo hice varias veces en este espacio. Sencillamente constato de nuevo que los medios técnicos sublimados y venerados, en apariencia venidos para sobreconectarnos, nos aíslan cada vez más. ¿O no? ¿Cómo entender que, sin ser sordos, sigamos un discurso por teléfono en tiempo real y con el orador a escasos veinte metros? En fin, lo que sigue es un extracto de aquello que escribí a mi amigo:              

Créeme, no tengo nada contra la tecnología, la economía, la sabiduría o la razón... ¿Cómo iba a ir contra mí mismo de una forma tan estéril y pueril? El hombre es (¿cómo no?) la suma de todo eso que creó; quiero pensar que esperando un resultado equilibrado, suplicándolo quizás a los pies de la Imagen, que también creó. Cuando la tecnología se torna peligrosa es, en mi opinión, cuando se corona fin de la obra humana.

Mira, es como si el chimpancé comiera hormigas, sólo, para tener fuerzas y poder manejar la ramita con que las saca del hormiguero. Si la ramita en sí misma (y no el alimento de sus crías, o el mutuo espulgo con el congénere colmado y agradecido por el suculento festín) se convierte en el sumo objetivo del chimpancé, éste tiene un problema, porque terminará viviendo para saberse rey de las ramitas, terminará necesitando sólo ramitas.

El chimpancé hasta ahora ha luchado por ser el más hábil con las ramitas, porque la hormiga cazada y ofrecida al grupo lo hace estar mejor considerado en él, porque sus crías crecerán mejor alimentándose del nutritivo insecto, porque le gusta comer hormigas. Manejando ramitas se ha hecho más listo y esto también lo hace progresar en el escalafón social. Ser un experto en ramitas (medio) le permite alcanzar vías de placer y supervivencia (fin). La ramita es un medio no un fin.

¿Te imaginas, no a un chimpancé descarriado, sino a todo un clan pendiente sólo de las ramitas, viviendo por y para ellas? Perseguirían colobos, profanarían nidos, andarían enormes distancias, fornicarían, se alimentarían únicamente para perpetuar, ya no la especie, sino la capacidad de manejar ramitas. Se pasarían todo el tiempo posible alienados, ejercitando su arte hasta dejar de ser lo que son y convertirse en otra cosa…

El hombre se halla ante una nueva encrucijada. Ahí tienes al transhumanismo que lo vislumbra hecho ramita (máquina, robot). El hombre ya no se interesa por el hombre, sino por la ramita antropomórfica que al parecer drenará sus frustraciones hasta que las heridas sean del todo blancas… La tecnología es algo muy provechoso, amigo, si no acaba con sus artífices. Yo quiero una ramita a la que subirme para volar a la estrella imaginada y constatar que lo que era simplemente polvo, resulta entonces “polvo enamorado”; no para ir a la estrella mineral regresado a la categoría de polvo sin más, polvo de ramita ciega.

Esto escribí a mi amigo. Hoy lo recordé y quise compartirlo con todos. Son obviedades, lo sé, o debían serlo, pero ¿por qué siento la necesidad de señalarlas? Me estoy haciendo viejo, eso es.