domingo, 10 de abril de 2016

El precio del regalo


Obra de Dora Alis Mera



I

A orillas del Níger no podía hacer topless… al menos de día y para tomar el sol, o simplemente el aire, como hacía en Las Moreras del Pisuerga casi todas las mañanas de julio y agosto. En las noches, sin embargo, soltaba las amarras: se amparaba tras el cercado de fibras vegetales que delimita el huerto ribereño explotado por la familia de Sisoko, para gozar a piernas sueltas de su amante. Sisoko la hacía feliz. Todas las noches la sacaba de sí. Era un chico romántico, habilidoso en el sexo; guapo y con unos genitales que podían descolocar a una santa.

En una casita de adobe con sesenta metros cuadrados de superficie, Sisoko había vivido veinte años con su padre, su madrastra (y también tía, por parte de su difunta madre) cuatro hermanos y otras tantas hermanas. Durante aquella primavera estuvieron casi todos en familia. Sisoko, que llevaba dieciocho meses en Valladolid, llevó a Teresa para presentarla. Sólo Falou, que entonces estudiaba religión en Chad, no estaba presente. Los once no podían acomodarse a dormir bajo techo, donde, por otro lado, Teresa y Sisoko no hubieran podido ventilar su tórrida relación amorosa. Así que la parte masculina de la familia pernoctaba al aire libre, junto al río, dejando la protección que ofrecía el huerto vallado para el exclusivo disfrute de los urgidos amantes.

A Demba, el padre de Sisoko, un hombre pío, que sin ser anacoreta o ermitaño, ejercía como marabout (morabito) en su entorno religioso, aquello no le complacía del todo; pero su hijo, para llevar dinero a casa, se había dedicado al negocio de las extranjeras durante varios años antes de viajar a Europa. Dada la necesidad, Demba había ido tragando poco a poco… En Ségou no había mucho que hacer. La familia de Sisoko atendía el huerto y poco más. Algún dinero entraba a cambio de la labor litúrgica del patriarca, pero casi todos los hermanos eran unos holgazanes de campeonato. Sólo Falou estudiaba. Sólo Sisoko emprendía: Durante un tiempo se dedicó a la pesca tradicional, luego se fue a Bamako como pescador de arena, más tarde se metió al negocio de las guiris, y finalmente marchó para Europa, de donde enviaba dinero todos los meses.

            
II

El barrio se movilizó cuando anunciaron la construcción de la Mezquita. La Comunidad Musulmana rezaba en dos locales: uno en Los Pajarillos y otro en Las Delicias, pero crecía y necesitaba más espacio. Compró un par de naves para demoler en la Carretera de Villabáñez, muy cerca de la Circunvalación. El Ayuntamiento de Valladolid daría licencia para que se levantara en el solar resultante la única gran Mezquita de Castilla y León.

Teresa vivía en el Barrio de Las Flores. Se había mudado de su antigua casa molinera a un edificio multifamiliar recién construido allí. Desde su nuevo piso disfrutaba de una vista perfecta sobre la cuidad, y en su centro, la Catedral, que aun lisiada (su planta quedó inconclusa, y retiene una torre de las dos que tuvo, las cuatro que pretendió) aparecía (aparece) imponente con su silueta cristiana. La Mezquita se construiría muy cerca, justo en la línea imaginaria que une la ventana de su habitación con la Catedral, o sea, en el espinazo de sus visuales.

Cuando los vecinos se movilizaron contra el templo musulmán, Teresa se sumó. Y como no sabe hacer las cosas a medias, encabezó las manifestaciones. Sostuvo pancartas y grandes lonas con mensajes poco ecuménicos y bastante xenófobos. Gritaba la que más. La idea de un minarete entre ella y su querida mole de piedra, unida a la enajenación que provoca cualquier acto multitudinario, la enconaban y la disparaban hacía el gentío y su clamor.  

En uno de esos apasionados trances conoció a Sisoko. Él llevaba poco tiempo en Valladolid, pero ya estaba implicado en el proyecto de la Mezquita. Formó parte de una comisión que, en representación de la Comunidad Musulmana de la ciudad, trató de atenuar el rechazo de los vecinos a que se construyera el nuevo templo, dando la cara y todas las explicaciones necesarias. Sisoko se expresaba cómicamente en castellano, pero se hacía entender. En cualquier caso, su lenguaje corporal era clarísimo: ―Soy un Adonis negro y follo como los dioses, gritaba. Las mujeres lo leyeron enseguida, y algunas pretendieron releerlo sin prisas, pero sólo Teresa, tal vez por aparentar ser la más difícil y menos ilustrada, interesó a Sisoko, que primero le quitó la lona donde ponía: “Moros y negros a casa”, luego le quitó las ganas de ventanas y catedrales; y finalmente le habría quitado las bragas si las hubiera llevado a la primera cita. No hizo falta.

      
III

En Bélgica estaban dando mayores ayudas y subvenciones que en España a las familias en vías de inserción social. Como Teresa fue repudiada en su casa cuando regresó de Ségou acompañada de Sisoko, los amantes se mudaron a Igualada, donde la comunidad maliense, más amplia en Cataluña que en Castilla, les ofreció ayuda. Pero no fue bastante el apoyo cuando nació Siara. Entonces la pareja se instaló con la niña en Bruselas. Él comenzó a colaborar con el Imán de la ciudad. Ella cuidaba de su hija y aprendía francés.

A los pocos meses de su llegada a la capital belga, un salafista suní provocó un incendio en la Mezquita y mató al Imán. Sisoko fue investigado a fondo. Teresa entonces lo desconocía, pero su cuñado Falou no coincidió en Ségou con ella porque había viajado de Chad al Sehel maliense para integrarse en las milicias tuareg que luchaban (luchan) por la autonomía del norte de Mali; y también por el establecimiento en todo el país de un estado islámico integrista. La policía belga estaba al tanto y tenía a Sisoko muy vigilado.

La situación se tornó tan adversa, que la pareja decidió abandonar Bélgica. Él quería regresar a Mali. Ella, que lo habría hecho sin ninguna cautela de no haber tenido una hija, se negó. No quería llevar a Siara al patio del enemigo. La madrastra-tía de Sisoko dirigía y ejecutaba las ablaciones en su barrio. Esta familia, de origen bambara y credo sufista, no era muy radical, pero su relativismo no llegaba a perdonar el clítoris a las niñas. Aunque legalmente estaba prohibido, todas las hermanas de Sisoko habían sido mutiladas. Su propia tía se encargó de liberarlas del “maligno apéndice”. Los bambara no son timoratos. Tampoco son extremistas, pero sí musulmanes y africanos; son adversarios, pero también vecinos de los fulani, que en el XIX instauraron el Reino Fula de Masina, cuya máxima fue: “Que las mujeres no canten”. En fin, Teresa sabía que Siara no debía crecer en Ségou. Regresó a Valladolid. No a casa de sus padres. Se puso al servicio de la familia Fraile, que la ayudó mucho en aquellos momentos.
 
      
IV

Sisoko había dejado de llamar, pero ella seguía enamorada. Siara crecía ya insertada en su familia materna. El tiempo, la ausencia del padre y la dulzura de la niña facilitaron las cosas. Teresa había intentado sacar adelante otras relaciones sentimentales, pero no tuvo éxito y frenó, aunque las oportunidades le seguían sobrando. Era una mujer hermosa, muy joven, y tenía similar aceptación entre locales y extranjeros, especialmente entre los africanos que vivían en Valladolid. La mayoría de ellos, sabedores de que la joven había logrado romper las barreras raciales y culturales que estacan sus diferentes “mundos”, la pretendían sin disimulo.

Cuando llegó Sarabi (una de las hermanas de Sisoko) de visita, Teresa notó un estremecimiento inusual. Incluso antes de compartir con ella muchas horas de charla, la pucelana supo que era hora de moverse, de intentar resolverse de una vez por todas.


V


Demba había muerto. Y Falou. Este último en la guerra. Los demás hermanos de Sisoko también estaban a la greña; para hacerlo jodidamente duro, en diferentes bandos. Al parecer el origen bambara de la familia era poroso. La madre de Sisoko debió ser fulani, etnia que comparte con los tuareg algunos objetivos religiosos y políticos. La familia, que bajo el mando de Demba fue un ejemplo de unidad sin fisuras, se había dividido y dispersado. Las mujeres estaban casadas. La madrastra, también fulani, debió sembrar la discordia étnica entre todos ellos. No se conocía su paradero. Sisoko se había convertido en el patriarca de su nueva familia. Vivía en su antigua casa con dos esposas y tres hijos pequeños. Había heredado, además, la categoría religiosa de su padre.

Cuando llegó Teresa, el hombre preguntó por Siara. Ella respondió escuetamente. Luego preguntó por la Mezquita de Valladolid. Teresa calló… Pero poco a poco el encuentro se fue distendiendo. Ayudaron las mujeres y los hijos de Sisoko que se mostraron amables en todo momento.

Después de comer, y mientras disfrutaban los postres que había llevado Teresa, Sisoko le preguntó por su estado civil, por su disposición con relación a él. Llegó a insinuar que podía quedarse, llevar a Siara; que aún tenían tiempo para retomar su relación. Teresa sonrió. Le dijo que cargaba con todo su pasado, que no era capaz de desgravar su memoria, que lo único que había olvidado en Valladolid eran las bragas.

Aquella noche, en el huerto, aun sabiéndose espiada por las mujeres de casa, Teresa se atiborró de sexo. Sisoko ya no iba con extranjeras, sólo follaba con hembras mutiladas. Tenía una polla descomunal y sabía usarla, pero ya no estaba acostumbrado a la réplica de un clítoris omnipresente. Teresa imperaba. Las mujeres del patriarca debieron creerla poseída por el demonio. La despedida comenzó sobre las veinte horas y se extendió hasta bien entrada la madrugada.


VI

…Amaneció. Sisoko imploró que se quedara. Teresa lo agradeció, pero calzándose dijo: ―Alá bendiga tu polla. Contigo puede quitarme las lonas y sus discursos, la ventana y sus visuales, las bragas. No pude apagar las ganas, de acuerdo; por ellas sabré que sigo viva. Pero te aseguro, mi querido marabout, que tú, el Níger y yo, hemos terminado. En común, a los tres nos queda Siara. Le quito el precio y me la regalo. 

         

viernes, 1 de abril de 2016

Un loco en la escombrera




Ayer fui rebautizado por la Casa-Museo de Zorrilla en Valladolid. En la ceremonia oficiaron Paz Altés, (la amiga que dirige dicha institución) y mi querida Charo Vergaz, que actuó como madrina. Y se preguntarán los lectores: ¿rebautizado? Me explico: Esta generosa Casa ofrece un bautismo (de recuerdo, lo apellidan) a los poetas que estamos necesitados de cariño. Dieron conmigo fácilmente, porque se me nota de lejos que a diario me levanto temprano para hacer cola en la lonja del afecto… Eso sí, arriesgan mucho, pues apadrinar a poetas puede resultar muy peligroso. Los poetas nos lo creemos todo. Por eso mentimos tanto, porque pensamos que los demás son tan crédulos como nosotros.

Cuando se bautiza a alguien, se le da un sacramento y se le asigna un nombre. Como dije a los anfitriones en el acto, imagino que me hayan dado el sacramento de la Poesía, que es como decir, el de la Locura; y también imagino que me hayan nombrado Poeta, que equivale a nombrarme Loco. (Recuerden lo que advertía Quijano: “hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza”. ¿A qué enfermedad podía referirse el patrón de los chiflados hispanohablantes, si no a la demencia, que tan bien conocía?) Claro, si se apadrina a un poeta, se asume una responsabilidad considerable, porque de alguna manera se está diciendo: ―quiero a este loco, si fallan sus tutores naturales, me haré cargo… Ya ven el riesgo que conlleva el lance.

Sí, el apadrinamiento de poetas es riesgoso, pero también entrañable, porque forma parte del juego. ¿De cuál? Del ancestral juego de la poesía, que implica a los autores, lectores y divulgadores, y que es una variante más en el juego de la vida. En la poesía, como en la vida, gana (o experimenta la ilusión de victoria) quien mejor juega; esto es, quien mejor se engaña, y haciéndolo, más aporta al engaño “masivo” (comillas, porque en poesía este adjetivo…). O sea, gana (siempre a ratos) quien mayor placer alcance para sí mismo y para sus “víctimas”. Porque, ¿realmente hay algo más que placer sobre el tablero?; ¿hay algo más que miedo al dolor, motivando la jugada...? Y si se trata de un juego que pretende el gozo, ¿por qué los poetas nos ponemos tan graves de vez en cuando? Ah, porque no sólo somos fingidores, como dijo Pessoa, sino además olvidadizos. En ocasiones olvidamos que, también escribiendo obras que suponemos serias, estamos jugando; aunque entonces lo hagamos como el impertinente de la clase, el que se cree dotado para crear una rutina con reglas universales que se convierta en razón de ser para todos. Lo digo porque soy uno de esos engreídos. Confieso que me estoy tratando.

Y es que el peor pecado que podemos perpetrar contra los demás, radica en que seamos agentes de su aburrimiento. Si algo no debe hacer la poesía, es aburrir a quien la lee o escucha. Decía Eliot, que si en el siglo XVII hubiéramos preguntado a Molière o a Racine para qué escribían, con seguridad habrían contestado que lo hacían para entretener a la gente de bien. Nada más. La misma respuesta habrían dado, creo yo, Cervantes y Shakespeare, si dejamos al margen manutención y gloria. Entretener y ser entretenido. Eso es: toma y daca simplísimo que, sobre todo a partir del siglo XIX, el burgués postindustrial, ilustrado y positivista, contaminó con fuegos fatuos que vertieron una luz resultona, pero inútil, cuando no dañina, sobre su creciente ignorancia.

Divertirnos con la poesía, de acuerdo, pero con cierta ambición. ¿Por qué no ser ambicioso también en el goce; por qué no pretender el placer mejor sustentado, el más intenso y extenso posible? Somos herederos de un enorme montón de pretérito: nuestra memoria colectiva, esa “augusta” escombrera sujeta a un relato sumamente enmarañado. Hay dos maneras de escribir poesía, que es, en última instancia, añadir material a la pila. La una, simplemente suma capas y capas de sustancia con formas más o menos sugestivas o discursivas, que ensanchan y complican el enredo sin otro beneficio que el mero entretenimiento, (y digo esto siendo muy generoso, porque muchas veces con tal poesía sólo se entretiene el autor). La otra, añade su porción de escombros, (esto es inevitable) pero también nos ayuda a orientarnos en la montonera; mapea los hitos y los actualiza para que, jugando, nos encontremos en ella.

Cuando leemos poesía, si hay suerte nos damos gusto, pero también recibimos memoria: topamos con la escombrera que venimos generando desde que somos seres históricos, y como tales, intervenimos su imagen, tomamos parte activa en el juego que la levanta y explica. Según sea la poesía que leamos, podremos recibir o no, además de la grata oportunidad de jugar con el material acumulado, una delicada propina: el mapa que nos indique cómo llegar, no a la cumbre del montón, para permanecer en ella al relente, esperando que nos caigan los próximos detritos encima, sino a su centro, donde se cuidan los dados divinos, donde podremos hojear el Tumbo que guarda las reglas del juego más placentero, el que entraña las mejores mentiras; esas que cambian de forma en los rabiones del tiempo, precisamente para mantener su esencia a salvo de la temporal deriva.

En resumen, esto dije a la madrina, los organizadores y demás invitados que me arroparon en el rebautizo. Se rieron conmigo (¿de mí?). Lo agradezco mucho en cualquier caso… aunque no sepa si lo hicieron por franca empatía, o porque saben que reír con él, es el mejor modo de sobrellevar al loco que ronda la escombrera con la peregrina intención de (juega que te juega) conseguir su mapa, dar con la hebra buena, explorar sus nudos, merecer el oscuro sacramento que su meollo augura.