sábado, 19 de agosto de 2017

JUGUEMOS… HASTA DEBAJO DE LOS PUENTES






                                                                                                            Para Leonardo


Hombre, si no te vuelves niño, nunca entrarás a donde están los hijos de Dios: la puerta es demasiado pequeña.
                                                                           A. Silesio



No conocía la obra de este hombre. Cuando vi la imagen de su artefacto “habitacional” suspendido bajo las vigas de un puente, arrinconado contra la gravedad y a cubierto frente a la lluvia, emulando la estrategia de las golondrinas cuando anidan, quedé impactado: Primero reí con soltura, que ya es algo que debo agradecer; luego me demoré observando el invento; y por último me quedé razonándolo. Lo hice a ratos durante varios días. Sigo en ello… Busqué información sobre su trabajo en Internet, y di con un tipo muy especial. Fernando Abellanas es fontanero, diseñador, artesano, constructor, ¿arquitecto? Y todo lo que es, lo es sin haber pasado por escuelas convencionales. Nadie resulta del todo autodidacta en este mundo repleto de antecedentes y referencias, lo sé; nadie lo es en puridad, si como él aprende de su entorno cultural y natural con tanta disciplina; pero su nivel de autonomía en el aprendizaje me asombra dados los frutos que obtiene. Qué envidia: poder prescindir de tediosos planes de estudios y de profesores incapaces o pelmas, a base de intuición, esfuerzo y talento. Me vienen de nuevo a la mente aquellos dos versos de la Dickinson: El instinto recogió la llave / que la memoria se dejó en el suelo.              

Pero este artefacto, ¿qué es?; ¿una obra de arquitectura, acaso de ingeniería?; ¿una obra de arte inserta en ese género al que llaman Instalación?; ¿un prototipo (diseño industrial) para su posible producción en serie?; ¿un panfleto discursivo?; ¿una ocurrencia de tipo promocional?; ¿un simple divertimento…? ¿O es todo ello a la vez en alguna medida? No sé bien por qué tengo que hacerme estas preguntas, pero me las hago. Y quizás para respondérmelas con cierto orden, escribo esta nota. A ver si haciéndolo logro validar mi curiosidad, despertando la vuestra. No para dar con respuestas fiables, qué va, (creo que en este caso serían ociosas, cuando no dañinas) sino para poner en valor y concelebrar lo que este hombre hace, que en el fondo es, creo: invitarnos a jugar, desperezarnos; desperezarnos del somnoliento impasse que nos provoca tanto mediocre titulado, tanta academia escamada.     

Pudiera tratarse de una obra de arquitectura epífita, adosada a otra de ingeniería; una suerte de refugio vago, oportunista. Pero no, Abellanas no lo construyó para vivir o trabajar en él. Y no creo que lo ponga a la venta. Los mendigos constituyen el segmento nulo del mercado, no pudieran comprarlo. Él podría donarlo, por qué no, pero ningún mendigo sería capaz de usarlo sin exponerse a un riesgo considerable. El invento es casi inaccesible y cuelga a cinco metros de altura. No lo encuentro habitable del todo. Además, el ruido, ahí, en los bajos del tablero que constituye la calzada para el tráfico rodado, debe ser tremendo. Bueno, en los mausoleos, el frío debe serlo también, y en ellos tampoco vive nadie (¿no?), y sin embargo, muchos los consideran… ¿Será un ejemplo de arquitectura efímera? Sin un fin práctico a la vista, cuesta entenderlo como arquitectura, y menos aún como ingeniería. ¿Entonces? ¿Un prototipo? ¿Diseño industrial? Tampoco. No se pudieran poner a la venta refugios como éste. Por lo dicho: no hay mercado, y como ensayo de mero objeto utilitario, el ingenio presenta muchas carencias.

Pues una obra de arte, una instalación… No sé. Si bien tiene un déficit de valor de uso para ser considerado como un ejercicio pleno de arquitectura, de ingeniería o de diseño industrial, tiene un exceso de lo mismo para ser considerado como obra de arte. En última instancia, su discurso más evidente es funcional y técnico, está cargado de conceptos. ¿Arte…? Dudo. ¿Y puro discurso, es decir: retórica seudofilosófica, estoica o cínica, por ejemplo? Umm… Tampoco. No creo que un artesano le ponga tales bridas a su imaginación. Además, el hombre no tiene pintas, ni de monje, ni de hippie. Discurso hay, está claro, pero no creo que vaya al timón del asunto.

Ah, puede que Abellanas quiera, sencillamente, promocionarse como diseñador, demostrar de lo que es capaz en esa disciplina. Puede que se trate de un simple acto comercial. Pero me parece demasiado esfuerzo para un tipo que ya tiene un nombre en el diseño español, que tiene reconocimientos de relativa importancia. Además, ¿a cuántos potenciales clientes llegaría una acción de este tipo? Quienes se detienen ante algo así, ¿son los clientes idóneos para un diseñador que busque abrirse camino en el gran mercado? No lo sé. No lo creo. Este ejercicio, pensado sólo como punta de marketing, pudiera resultar, incluso, contraproducente; pudiera espantar a más de un Midas. ¿Y entonces?

Dejo de dar vueltas. En mi opinión, Abellanas se divierte. Divirtiéndose nos divierte, y de paso, nos emplaza. ¿A qué? Para empezar, nos emplaza a preguntarnos cosas estimulantes; después nos emplaza a aceptar que las segregaciones disciplinares son inútiles para entender la obra de quien no cabe en ellas; y finalmente nos emplaza a recordar que el hombre es el protagonista de un juego cuyo final no controla, pero de cuyas reglas es culpable en gran medida. Así, mientras se divierte jugando, Abellanas es capaz de activar en nosotros resortes humanísimos, resortes que movilizan apetencias muy disímiles: artísticas, metafísicas, psicológicas… ¿Jugamos un poco?            
  
¿Un ejercicio de arquitectura? Pues claro, como lo fue la tinaja de Diógenes. Un ejercicio de arquitectura cínica, que mucho más que valor de uso o de cambio, tiene valor poético. Ya lo dijo Crates (el abrepuertas): La Alforja, la ciudad del cínico, se levanta entre las humaredas rojas del orgullo, inaccesible a todo parásito, y allí crecen liberalmente el tomillo, los higos y el pan, de suerte que los hombres no se los disputan por la violencia. Pero también un ejercicio de arquitectura carmelita y descalza. El refugio de Abellanas no tiene ni siquiera un cielo a la vista: Tenemos un cielo en el patio, mucha cosa, dijo Santa Teresa… Cuando vi el vídeo que les recomiendo al pie, en el que Abellanas acciona la manivela para deslizar su ingenio por las vigas de hormigón armado hasta hacerlo inaccesible para los extraños; yo, arquitectón viejo, recreé la imagen de un puente levadizo en un castillo-palacio; y, peor aún, la imagen del comedor giratorio que debió tener Nerón en su Domus Aurea palatina. Pero Abellanas juega con cosas más sencillas. Él sabe, o intuye, que las utopías de hoy no pasan por villas imperiales o islas perfectas. ¿Y por los bajos de un puente? Pudiera ser, quién sabe. No parece un sitio que apetezca a las máquinas. Hasta las catacumbas podrían funcionar como proyecto utópico, en un mundo postatómico, maquinal; ambas cosas a la vez.

¿Una obra de arte? Pues claro, como lo fueron los Jardines Colgantes de Babilonia, amén las diferencias de escala y costo: algo que no está sometido a la necesidad, desembarca necesariamente en la libertad, y de ahí, con un poco de suerte, talento y oficio, lo hace en la gracia. La necesidad es el reino de la naturaleza; la libertad es el reino de la gracia, dijo Schopenhauer. En este ejercicio, es cierto, hay conceptos ingenieros, ¿pero adónde van a parar? No a un refugio útil como refugio, desde luego, sino a otro útil como poema. No a un refugio que debe funcionar como tal, físicamente hablando, sino a otro que debe hacerlo como imagen. El artista Abellanas tuvo una divertida intuición, le dio curso y engendró una imagen: un refugio utópico para el siglo XXI. Su lugarteniente, el artesano Abellanas, produjo la imagen al servicio del jefe, de quien recibió una orden ciega, no calculada. El artista no cree ni deja de creer en su imagen; la produce sencillamente, dijo Croce. Pero aquí, la belleza… Ah, la belleza, esa casquivana… ¿Son bellos los nidos de las golondrinas? ¿Sí? ¿Por qué? Preguntemos a Bécquer. ¿No? ¿Por qué? Preguntemos a Bécquer.
     
¿Una muestra de retórica nihilista? Pues claro. También. Cómo no. Abellanas no puede colonizar su puente como lo hiciera un florentino del XV: apuntando a la luz. El marco normativo del hombre-casi máquina-ultra democrático se lo impediría, pero además, ¿qué interés utópico (o distópico) puede despertar hoy mismo la franca exposición al sol y al tráfico? El “ermitaño” contemporáneo está cargado de negatividad, de contradicciones rarísimas. Se divierte haciendo gala de ello: ¿Necesita aislamiento? Téngalo junto al ruido, justo debajo del ruido. ¿Quiere cambiar las reglas del juego? Eséncielas. Manoséelas. Juéguelas como un adicto.

Todo esto me dice el refugio creado por este hombre, que acaso sin proponérselo, jugando sin más, es capaz de revolver en nosotros (¿digo nosotros por engreído?) un montón de preguntas peregrinas, pero chispeantes. Un autodidacta que vive con dos perros, que diseña su mundo y lo construye con sus propias manos. Un fontanero que en sus horas libres juega, destupe las cañerías del perenne dejá vu en que se ha convertido el mundo postmoderno. ¿Dejá vu? Sí, seamos condescendientes con nosotros mismos. A fin de cuentas estamos jugando, ¿recuerdan?

Ahora entremos de nuevo por esa puerta pequeña: por la que salimos, la que sólo los niños pueden atravesar para llegar a Dios. Después, cerrémosla. Pongámonos serios, que están matando a los nuestros en Barcelona. Repudiemos a los asesinos. Combatámoslos. Pero antes, demos gracias a Abellanas por el breve paseo. No nos quejemos demasiado mientras jugamos: Vivimos sobre el puente, todavía. Tenemos cielo, a pesar de que pueda resultar excesivo. Alegrémonos. Y repitamos con Tagore: Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas.


Si pulsan el siguiente enlace, accederán a un artículo; y en él, a un vídeo que les recomiendo.                        


viernes, 11 de agosto de 2017

JOSÉ KOZER CANTA Y PONE: ANAGAMI



 


Todos sabemos que algunas gallinas no dan el curso debido al cacareo. Éstas resultan exasperantes. Tanto, que su timo pasó al refranero popular como paradigma del fraude. Mi abuelo paterno, por ejemplo, que nació en una aldea asturiana mientras amanecía el XX, jamás se cagó en Dios cuando se sentía frustrado o contrariado; en tales ocasiones  gritaba: ¡me cago en la que canta y no pone! La gallina, que es uno de los animales más viles y estúpidos de la tierra, si encima amaga y cacarea para confundir, en vez de hacerlo como noticia de puesta, merece nuestro total desprecio. Las hay, además, tan idiotas, que cacarean sin cesar: no ponen y cacarean, no ponen y cacarean, y cacarean… Ay, por Dios… Con perdón, me cago en ellas. Y después, siguiendo aquel aserto de Nietzsche, trazo una línea en el suelo para hipnotizarlas. Una línea que las anule, que me evite ociosos paseos al gallinero… Claro, cosa muy distinta es el canto de las gallinas que realmente ponen. Qué alivio. Yo tengo unas pocas que nunca mienten. Algunas cantan (cacarean) mucho, otras menos, pero jamás lo hacen en vano. Por eso, cuando mi amigo Keysi Montás me envió Anagami, dije: ¡huevo! Y claro, ni lo pensé…

De dos yemas… No diré que me sorprende, no, Kozer siempre colma las expectativas. Pero en mi opinión, este libro trae, al menos, dos novedades: el poeta escribe relatos en verso, y ensaya la forma kozeriana de lidiar con la muerte. Sí, ambas cosas aparecen en libros anteriores, lo sé, pero en éste la novedad radica en que van alcanzando su redondez, se van haciendo sistémicas.

Son cuentos, poemas-cuento la mayoría de ellos. El maestro no depone su filosa forma, pero necesita contar. No sólo cantar, también contar. Algunos de los poemas son, incluso, fábulas, aunque su moraleja no sea grosera; grosera por moralizante, obvia o explícita, quiero decir. Este libro es una suerte de diario-epílogo, (será sólo uno de sus primeros pliegues, seguro, conociendo la incontinencia creadora del autor) una suerte de “vertedero” donde la memoria precipita narrativamente. Kozer no escribe a Yosef (Maimónides), a Lucilio o Novato (Séneca), a Meneceo o Idomeneo (Epicuro); no tiene un concreto al otro lado, pero necesita sembrar su saber, o quizás su sabiondo no saber, quién sabe. No importa si para que sea recogido por un colegial / del basurero universal / de la literatura, o para que lo leamos cuatro acólitos incorregibles. El poeta hace inventario, y busca un sentido a su trecho (todas las circunstancias incluidas), un sentido que resuelva poéticamente el abismo que va de lo pintado a lo real: la vida misma… Y este saber no puede abstraerse de su experiencia, por mucho que el poeta desconfíe de la mera realidad perceptiva (lo mío / siempre ha sido / mental, confiesa), por mucho que quiera desgravarla en el diccionario (a fin de cuentas son / palabras, piensa y dice, las que definen cuanto le rodea). Así que la experiencia vital e intelectual, tejida, medida y cortada por las Moiras, va reclamando el relato de la hebra buena en la madeja; la hebra que la memoria sabiamente selecciona, incuba. Kozer lo intuye. Y esta hebra que no cesa (que no cese, por favor, mientras dé de sí como lo hace) es para el poeta la línea, que bosquejada en el aire, no dibujada en el suelo, puede hipnotizar, no a la gallina falsaria, sino a la vera y terrible Átropos. Mientras haya escritura (poesía / cuento / fábula) habrá vida. Y viceversa. Palabras mayores…

La vejez… La muerte… el miedo, la curiosidad, la rabia por no poder contarla desde la experiencia.

                      pena que mientras soy
                      roído por un gástrico
                      hervidero de lepismas
                      no pueda escribir en
                      un libro este paso
                      ulterior oír unas
                      chispas.

¿Y hay algo más útil para afrontar la muerte que el pensamiento estoico? ¿Hay algo más útil para aceptar la Suma Pérdida, que la certeza de que nada puede perderse porque nada se tiene en propiedad, de que todo se devuelve porque sólo es un préstamo? Kozer es un estoico en progresión última. Lo es además en estéreo, quiero decir, por tres vías que concurren: la cristiana, la judía, la budista; o sea (permítanme aquí el trazo grueso) la de Occidente, la del Medio Oriente, la de Oriente. Y quizás sea por su severo ateísmo, por lo que la opción budista (el budismo, como es sabido, no es una religión si se compara con las religiones que poseen su Dios y su Libro; Buda no es un dios, recuerden) le ofrece un camino más confortable hacia el total desasimiento. Un camino también más acorde, hay que decirlo, con su relativismo, su escepticismo, su existencialismo. Al fin y al cabo, y como dijo Seizo Ohe: en general la filosofía de la existencia en la Europa actual se encuentra, me parece, al borde del pensamiento oriental.  
        
                  En lugares cada vez más cercanos estoy
                                   más lejos

                  Aquí sólo corren vientos de Poniente,
                                   están envejecidos

                     Tengo a dos pasos unas lomas peladas llego
                                   y me encuentro
                                   en estribaciones
                                   impracticables
                                   picachos yak
                                   mongolias nepales
                                   intransitados, yurtas:
                                   cuándo alcanzaré
                                   el silencio.
        
La veta budista domina el estoicismo de nuestro poeta, pero, en mi opinión, no alcanza para definir la manera kozeriana de lidiar con la muerte. Porque, como dije antes con otras palabras, Kozer no puede abstraer a Kozer de la experiencia de Kozer. Y Kozer es un habanero de pura cepa. Y esto, ¿qué pinta aquí? Mucho. Muchísimo. Porque la carga judeocristiana que lleva a cuestas el poeta, la brisa zen que lo alivia de ella, el peso de las lenguas semitas, de las germánicas; las lecturas de cualquier tipo; en fin, todo lo que se le quiera imputar y más, está transido de Mediterráneo; y no de cualquier Mediterráneo, sino de ése, que en una lengua romance resuena en el Caribe, especialmente en Cuba, muy especialmente en La Habana; donde los últimos tres mil años de cultura occidental están pasados por agua, por distancia, por periferia… y hasta por el África negra. Un habanero difícilmente pueda morir como un nipón, porque jamás vivirá como él. Sobre todo, porque el habanero es poco pánico, medianamente apolíneo, y muy dionisíaco. El camino estoico puede modificarlo, de acuerdo, pero en el fondo, bien en el fondo…    

Sí, es en el Japón: en el sintoísmo y en el budismo zen o jodo, donde Kozer tal vez pueda encontrar mayor acomodo a sus necesidades estoicas. Y no en el Japón medieval, qué va, en el moderno. En ése, actualizado y más abierto, que a partir del período Meiji sostiene una pugna tremenda entre tradición y modernidad. Son Nishida, Miki, Tanabe y Watsuji, junto a otros de sus contemporáneos japoneses, quienes, por razones distintas, pueden aportar mejores asideros a nuestro poeta. Pero insisto, todo esto no alcanza para definir con precisión la manera kozeriana de lidiar con la muerte. ¿Y cuál es entonces esa manera? De ello trata Anagami. Éntrenle. Verán qué contrarios pugnan en la psicología de este gran poeta frente a las operantes tijeras de Átropos. Verán cómo Kozer parece restar importancia a la mirada gélida de la Moira, a la vez que intenta camelarla llenando su canasta de palabras. Y qué palabras. Ya se sabe: de todo tipo, de toda madre. Palabras que en manos de este maestro se arrumban hacia la imagen poética más inclusiva y potente con un éxito incontestable.

                                        …morir
                     nimbado quiero, de
                     luz crepuscular ceñido,
                     un estallido y ser alzado
                     por mantos vivos de
                     abejas a campos de
                     heno, reposar la
                     cabeza encima de
                     una dormida
                     muchedumbre de
                     cocuyos a punto de
                     despertar.

Lo demás lo ha dicho de manera brillante Michel Mendoza en el prólogo. Miren que no suelo recomendar los prólogos en libros de poesía. Pues éste sí. Estoy completamente de acuerdo con él. Michel también canta y pone. Ojalá lo haya hecho yo, aunque modestamente, en esta reseña. Ojalá sirvan su prólogo y mi reseña, para ayudar a que los posibles lectores busquen y obtengan su huevo: para que este Anagami alcance el Nirvana en sus manos. Entren sin miedo.


                 El miedo se ceba en las formas las deshago se
                                      deshace el miedo…


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