jueves, 29 de marzo de 2018

LA BABILONIA DEL HUDSON





  
                                    Para Leo y Bea



…no puede decirse que las cosas son hermosas o feas, ni que están ordenadas o confundidas, a no ser en relación con nuestra imaginación.             
                                                                                                         Spinoza

…la imaginación comienza por mirar a los sentidos para ver y representarse las formas; pero pronto los deja para examinar todo lo sensible mediante un conocimiento que no procede de los sentidos, sino de la propia imaginación.
                                                                                                          Boecio



Las citas que encabezan esta breve reseña son un parapeto. Hablaré de Nueva York, y quiero tener (dejar) claro, que lo hago como curioso, o como padre agradecido, no como arquitecto… ni como escritor. Es cierto (ahora parafraseo a Innerarity) que resulta imposible escribir nada sin que todo se entrometa; que ni siquiera una anécdota es el resultado exacto de una acción o reacción determinada, sino también, y puede que especialmente, de la historia que la sustenta y mece; pero intentaré que sea mi imaginación, y no mi aparato razonante, quien me guíe a través del montón de formas que dejó en mis sentidos aquella extraordinaria ciudad.

Ni las incontables imágenes que me hicieron tragar durante años y años en conferencias, libros, revistas, películas, obras de teatro, fotos o diapositivas; ni el entusiasmo de los amigos que la visitaron o vivieron antes; ni siquiera los poemas de Lorca, Juan Ramón o Hierro, lograron que me decidiera a viajar a Nueva York. Muchos otros lugares me reclamaban con más hondura o salero, según el caso. Y tal vez no hubiese ido nunca, lo confieso, si afectos impostergables no me hubiesen urgido a hacerlo. 

Nueva York es una gran ciudad europea, pero sin una gran historia detrás que la proyecte y acote al mismo tiempo. ¿Una ventaja? Sobre todo Manhattan, que fue lo que pateé con cierta disciplina, tiene una planta baja reconocible para cualquiera que haya experimentado el urbanismo grecolatino, en alguna de las múltiples versiones con que desembarcó en el XIX de la mano del neoclasicismo, la revolución industrial, el modelo de ciudad que ésta trajo consigo, y su contestación en los llamados Ensanches y en la ciudad ajardinada; esto es: importantes ejes urbanos, plazas, parques, grandes aceras, comercios, comercios, comercios, bares, cafeterías, restaurantes, terrazas; vestíbulos de hoteles, cines, museos, teatros, edificios administrativos, académicos… Además de su planta baja, la ciudad tiene un sótano dedicado sobre todo al transporte urbano, como tantas otras ciudades en Europa, y un nivel superior eminentemente residencial y oficinesco. Hasta aquí sin grandes novedades. Si a esto le sumamos el río, su delta o estuario, y el mar; seguimos moviéndonos en una ciudad europea del XIX casi canónica; una vez disculpada, claro, la ausencia de un centro histórico anclado en el Medioevo o en La Antigüedad. ¿Y entonces?

Lo primero que hace a Nueva York especial, y puede que única dentro de las ciudades con claro ascendente europeo, es la suma cantidad. ¿De qué? De todo. Cantidad que en sí misma indica cierta inclinación a lo bárbaro, incluso a lo salvaje (los adjetivos de magnitud huelen a barbarie. Pound); y que se manifiesta en su escala general, en la extensión, en la altura de su meollo, en el variopinto catálogo de formas arquitectónicas, en la diversidad geométrica de su skyline (silueta que contrasta con la bóveda celeste, y que en este caso funciona como una montaña rusa, muy rusa), en su carácter cosmopolita (número de razas y etnias que la habitan y/o visitan) etc. Lo segundo que la caracteriza y distingue es sin duda la velocidad. Velocidad de los medios de transporte, de la gente que corre, trabaja, usa los servicios urbanos o pasea; de los turistas, de los mensajes publicitarios, de los servicios en bares y restaurantes, de los recorridos en los museos… Cantidad y velocidad: Lo mucho moviéndose a un ritmo trepidante. Eso es lo que hace de Nueva York una ciudad distinta. La saca del mazo en que están acomodadas las grandes ciudades europeas y la sitúa en un aparte ¿fundacional?

Dice Baricco que en la historia de los mamíferos, el delfín es un excéntrico. En la de los peces, un padre fundador. ¿Es Nueva York, más que una derivada rara, el germen de una ciudad-otra, donde mudaremos la piel por última vez y emergeremos, no como seres humanos, sino como entes de inteligencia artificial? ¿Podrá mover la inteligencia artificial tanta extensión y tanta masa a una velocidad cuántica? ¿O quedará la ciudad como vestigio de la muda definitiva, como piedra donde la serpiente se rascó por última vez, antes de quedar expuesta del todo y comerse su propia manzana? 

Según Heródoto, Babilonia tenía, antes de ser conquistada por Ciro, unos quinientos ochenta kilómetros cuadrados de superficie. (Qué barbaridad. No acabo de creérmelo). Pero, ¿tendría un promedio de tres o cuatro metros de altura? Según Google, Nueva York tiene hoy unos ochocientos kilómetros cuadrados de superficie; pero, ¿con unos veinte metros de altura como promedio? Nueva York debe pesar siete veces lo que pesaba Babilonia. Puede que el peso psicológico que tuvo y tiene una y otra urbe frente a sus respectivos habitantes, no resulte tan dispar, porque en un caso todo estaba construido con barro, cocido o no; y en el otro hay mucho vidrio por medio. Pero en lo que Nueva York gana de calle a Babilonia, seguro, es en la velocidad. La velocidad física (rotación y traslación) arrastrada de la Tierra, es una para ambos casos, pero la psicológica no. Nueva York se mueve a una velocidad psicológica muy superior a la velocidad del mismo tipo con que debió moverse Babilonia. Y en esto el vidrio y la altura son agravantes, no atenuantes. Es decir, que si los babilonios podían vivir en una suerte de batea atada al fondo del Eufrates; los neoyorquinos viven en una coctelera hiperactiva que muy poco tiene que ver con las corrientes caseras del Hudson.        

Los turistas y los paisanos no se mueven en Nueva York como conejuelos, que, el viento consultado, salen retozando a pisar flores (Góngora), se mueven como cubos de hielo, o bolitas de fuego, según se tercie, disparados sin cesar contra las paredes de un recipiente accidentado, complejo. El ápice de ese remolino lo experimenté en Times Square. ¿Una plaza? Bueno, aceptemos que sea una plaza, ensanchemos el concepto plaza hasta que quepa en él un sitio donde se reúnen muchas personas para ser batidos. Batidos y batidos, quiero decir: zarandeados y vencidos. Hablamos de una plaza cuyo espacio es inapresable a causa del baile frenético que, los usuarios y los elementos determinantes del recinto, todos a una y en el mismo maremágnum, ejecutan sin cesar al son de un tempo inmisericorde. En Times Square el barman que agita la coctelera tiene línea directa con el diablo. Todos debíamos experimentar eso al menos una vez en la vida. No soporté más de cinco minutos. Me sacaron de allí directo al Lincoln Center. Sí, por suerte Manhattan también tiene sus oasis calmos. Lincoln Center es uno de ellos, y también lo son algunos de los parques ribereños, y el Parque Central más recóndito, donde único es creíble que obre el polen sin espantarse.

El espacio y el tiempo en Manhattan no están segmentados y determinados como en Europa, por más que New York sea, en esencia, una ciudad europea. El espacio y el tiempo allí no se tejen y arrumban de la misma forma. Debe ser la velocidad con que se mueve lo mucho, y la verticalidad extrema, presente o acechante, que generan un movimiento en continua espiral muy difícil de cazar. Si realmente el movimiento es la síntesis del espacio (tesis) y del tiempo (antítesis), y esa síntesis resulta huidiza… ¿O será todo un simple espectáculo? Está claro que se trata de una ciudad efectista, como también lo fue Babilonia. Y ya se sabe que el efectismo, que es un síntoma inequívoco (aunque no exclusivo) de nuestro tiempo decadente, se alimenta a sí mismo sin parar. Ya lo hacía en pleno Siglo de las Luces, imaginemos ahora. Decía Goethe: [los antiguos] representaban la existencia, y nosotros el efecto; ellos pintaban lo terrible, nosotros pintamos terriblemente; ellos lo agradable, nosotros agradablemente…; de donde se deriva toda la exageración, todo el amaneramiento, toda la falsa gracia, toda la timidez; porque cuando se trabaja el efecto, y sólo el efecto, nunca se cree que se le hace sentir bastante. ¿Qué opinan de esto y sobre Nueva York, quienes la conocen, quienes todavía sólo la imaginan?      

El efectismo de Nueva York puede desembocar también en cierto escapismo. Tal vez no para sus habitantes, pero sí para los turistas. Por eso la próxima vez que la visite llevaré pipa y lupa. Dejaré de mirar hacia arriba y me centraré en el trasiego bajero. Tengo que determinar, por ejemplo, su sexo. ¿Qué sexo tiene esta ciudad? Moscú, ya sabemos, es un señor obeso de unos ochenta años, que vive con sus hermanas solteronas. Lisboa es una señora de apariencia melancólica, pero de intimidad portentosa, que tiene unos cuarenta años y es pretendida por jóvenes maduros. ¿Y Nueva York? ¿Quiénes podrían conocer mejor su sexo, su edad exacta, sus sueños?: ¿quienes limpian las estaciones del Metro, o quienes limpian las paredes-cortina de los rascacielos? ¿Las crías de Godzilla o las de Spiderman?

En cualquier caso, hay que ir. Ya lo dije a varios escépticos. Hay que ir sin prejuicios ni fáciles encantamientos a la mano. Es una ciudad que merece ser visitada. ¿Y vivida? Mmm, no lo sé… ¿Ciudad de ciudades? Mmm, no lo sé… ¡La más íntima naturaleza de todo grano quiere decir trigo, de todo metal oro, de todo nacimiento el hombre! (Eckart). Y de toda ciudad _______________. A ver quién es el valiente (o la valienta, aclaro, no vaya a ser que me regañen por tendencioso) que se atreve a poner en el espacio vacío un nombre que no contenga pura sal mediterránea: sal de su agua centrípeta, digamos por ejemplo Atenas; sal de su agua efluente, digamos por ejemplo La Habana; o sal de su aire unánime, digamos, sin remedio, Nefelococigia.




6 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias, Salva, a ti, por lectura y comentario. Abrazos

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    2. Eso mismo iba a escribir ahora sobre tu artículo. Muy bueno, gracias. No pudiste dejar de tener la mirada del arquitecto, del artista. Bendiciones.

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    3. Gracias, amiga, gracias. Sí, no podemos deshacernos de ciertas cosas. Besos.

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  2. Hola Jorge, soy Sara la hija de Ana y Guillermo, me he encontrado con tu blog por casualidad y me fascina no solo tu forma de escribir sino también la cultura que desborda cada uno de los párrafos que leo. Enhorabuena por tus artículos.
    Un saludo,
    Sara

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  3. Vaya, Sara, qué bien que nos reencontremos de esta manera. Y cómo me alegra que te gusten las cosas que publico aquí. Muchas gracias por leer y comentar. Te recuerdo con mucho cariño. Te mando un abrazo cargado de complicidad.

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