lunes, 30 de abril de 2018

LOS TREINTA Y NUEVE PELDAÑOS DE BARUQUE






Tenían los atenienses necesidad de escoger entre dos arquitectos para construir un gran edificio; el primero de ellos, más arrogante, se presentó con un pomposo discurso premeditado sobre el asunto en cuestión, y se procuró con él los aplausos del pueblo; mas el segundo remató su oración en tres palabras, diciendo: Señores atenienses; todo lo que éste ha dicho, lo haré yo.

                           Anécdota leída en Montaigne



Acababa de leer (o releer, según el caso) todo Camões; y, os lo juro, acababa de repasar a Brossa, cuando cayó en mis manos (gracias, César) Treinta y nueve peldaños, de Javier Hernández Baruque. Aquí la rara y feliz coincidencia es que, tanto Camões como Brossa, esos dos vanguardistas ignífugos, utilizaron la sextina en sus respectivas obras; y que esta escalera de Javier también se sube a un ritmo-sexto, con un toque-tercio intercalado donde corresponde. Sextinas, ahí está, con dos cojones (perdonadme, por favor, el entusiasmo con la consecuente relajación de las formas), amén lo que puedan opinar quienes jamás sextearían, pero sestean al margen de la poesía, mal parapetados en la supuesta vanguardia. Sí, lo confieso, lo primero que me vino a la mente fue la variante quijotesca de la empresa. Quijotesca, quiero decir, en el sentido en que lo apunta Ortega, que achaca al Loco de La Mancha, y a todos sus paisanos: nosotros, una inclinación poco racional hacia la hazaña. La hazaña por la hazaña misma, por lo lucida que nos resulta, vamos… Imaginemos a Javier en el umbral del esfuerzo: «¿Sextinas? ¿Por qué? ¿Para qué? Pues porque nadie lo hace, porque tengo que demostrar (me) que puedo escribirlas sin que me venza el formato. Para eso. ¿Qué más hace falta…?» Ya, pero no… 

La vertiente quijotesca del asunto (no niego que pueda existir en alguna medida, Javier también es hispano) es aquí anecdótica, porque la poesía aparece o no (que es muy suya la Doña) donde le da la reverenda gana, y no anda pendiente de imposiciones o sugerencias métricas. La sextina, como cualquier otra plantilla clásica (¿clásica?), no quita ni garantiza nada. Es cierto que, para bien y para mal, pre-fija cierta música, pero hasta ahí. A esa música, nacida en origen para cantar al amor cortés en el Medioevo, hay que ponerle letra contemporánea, ¿existencial, postmoderna…? Casi nada. Además, tanto la letra como la música son, en poesía, agentes de la sustancia y la forma; agentes (permitidme ahora un paralelo con el vino) que se ahogan en el mosto, que jamás resuelven y corren el peligro de terminar en meros pacientes, si no aparece a tiempo el bicho; esto es, la levadura; sí, Ella, la imagen poética. Entonces la pregunta pertinente sería: en quintillas, redondillas o décimas; en sextinas, sonetos u octavas reales; en verso blanco, libre, avenido a la prosa; o en cualquier otra forma imaginable en que se puedan ripiar o putear los versos, ¿estamos ante mosto, vinagre o vino? 

Hay que ser valiente para escribir en endecasílabos hoy día. Javier, que creció en un pueblo de Valladolid, seguro que pastoreando lana de nube entre ovejas churras y castellanas, por raro que parezca debió mamar leche de tigre; pero ahí no está la clave. La clave está en que es un poeta hecho y derecho. Sencillamente es capaz de producir imagen poética y hacerla aterrizar en el poema. Javier es valiente porque puede serlo. La sextina le garantiza (y exige) una determinada música, pero a él eso no le basta. Podía (¿debía?) bastar a otros que no saben por qué rompen los párrafos para crear una falsa ilusión de versos, pero a Javier no. Él entiende, claro está, que la poesía es, sobre todo, música; pero también entiende que no es su rama matemática (ritmo / tempo) la que hace danzar a los espíritus más refinados. En poesía, ni la marimba o la pandereta, ni la lira o la bandurria producen por sí mismas más que color. Y el color está muy bien, por supuesto, pero no es bastante. Como dejé caer en un poema que escribí hace poco para celebrar la obra del poeta José Kozer, no es el “pi” seco de los números, sino el pío resonante de la imagen, lo que nos hace danzar (¿temblar?) en el mejor sentido posible. 

Así que lo de la sextina me la trae al pairo. En este libro hay poesía, buena poesía. Hablamos de vino, no de mosto o de vinagre. Este libro está hecho. Este poeta está hecho. Ambos están, además, en su punto. Aquí no tengo que quejarme con Lope: siempre mañana y nunca mañanamos. Aquí puedo decir con Juan Ramón: ¡Con qué segura frente / se piensa lo sentido! ¿Y hay que pensar este libro? No, por Dios. El pensamiento ciega, ya lo sabemos; y más aún en poesía. Yo lo leí de punta a cabo muy a gusto, como lector, no como autor o crítico. Sólo en una segunda lectura, lo estudié un poco para poder invitaros a él con el ánimo relativamente templado. Encontré por ahí alguna sílaba de más; pero como después encontré también alguna de menos, decidí dar el asunto por resuelto. Eso sí, topé con muchos versos de primera línea. Con qué tranquilidad os invito a leer este libro. 

En un magnífico verso de cierta estirpe vallejiana, nuestro poeta dice: ¡Estrellas, recogedme, que me caigo! Primero me conmuevo. Luego sonrío… No te entregues tan pronto, Javier. De este libro no te caerás, te lo aseguro. Ni temas a la mar ni esperes puerto (otra vez, Lope), ¿pero caerte…? No, desde luego, de semejante escalera. Espero los próximos peldaños con una sana expectativa de placer. Aliento a mi amigo César (editor de Difácil) a seguir demostrando (esa) puntería. Y para que así conste, lo firmo hoy, a treinta de noticia y regocijo, objetando lo callado por otros, aquel veinte de bochorno y de silencio.

Iba a seguir el hilo de la anécdota que os conté al inicio, pero no creo que haga falta decir mucho más. Imaginemos que el edificio lo construyó el segundo arquitecto; y, justo por eso, andando el tiempo nos enteramos.

  

lunes, 9 de abril de 2018

VALLARNA. MÚSICA Y GOCE






  
El goce embrutece, dijo Fausto a Mefistófeles, rematando un arranque apolíneo contra el hedonismo de los gobernantes. Embrutecerá, no digo que no, pero…



Ayer gocé sin miedo a embrutecer, sin pensar en ello un instante. Lo hice como la vez que comí tierra con una vieja cuchara de alpaca (dizque tenía dos añitos, pobre) convencido de que era chocolate; porque al margen de lo que dijera mi madre (qué bronca me cayó, Dios), aquella tierra sabía mejor, os lo aseguro, que cualquiera de sus posibles frutos o sucedáneos… Ayer gocé sin paliativos inteligentes, a lo alto, ancho y largo del descuido, durante el concierto que ofreció Vallarna en la sede pucelana del Teatro Corsario.

En una salita apretada y llena hasta las trancas, a una hora inmisericorde, por cierto, (la decimotercera del domingo) Vallarna reunió a más de ciento veinte gozadores alrededor de su música. ¿Folclórica? Música popular castellana, que justamente por serlo con veracidad y hondura, no teme introducir su cuchara de plata en el tiempo áureo: el presente, y en el espacio óptimo: todas las tierras afines. ¿Y esto cómo se come? Pues como si fuera chocolate, claro, con la fe del gozador por bandera.

Vallarna sabe que ancha es Castilla, pero asimismo sabe que sus fronteras musicales ni comienzan ni acaban en ella, y para abonarlas con tierra fértil, la van a buscar (también) allende. Tiran sobre todo al norte, es cierto, pero no sólo; con más o menos apetito, trastean en los cuatro puntos cardinales. Así que a la música popular castellana, que ya reúne y resuelve sonidos provenientes de desiertos y landas, valles y páramos, cuevas y picos, eventos civiles, bárbaros y salvajes; Vallarna la sonsaca con versiones que mezclan su meollo con aires en apariencia foráneos: rondas, jotas, coplas y charradas, con muñeiras, polcas, boleros, habaneras y pregones. Sí, por raro que parezca, incluso el bolero, la habanera y el pregón se cuelan aquí por rendijas pícaras o sensuales. Escuchen con atención, por ejemplo, El carretero, de su disco Pimentón puro, que fue el presentado en el concierto de ayer, y contradíganme después… si pueden. Insisto, los chicos de Vallarna meten muchos y varios ingredientes en su receta para la llamada música tradicional; y aunque casi siempre predomina el toque celta (bretón, irlandés, escocés, gallego, astur), lo administran muy atentos al presente y apuntando al futuro. Por eso la música celta, pasando por Castilla, cómo no, mezclándose con rondas y jotas, cómo no, también con este grupo completa su viaje: bluegrass, country, rocanrol, rock… Sí, todo eso. Escuchen, por ejemplo, Charrada de Alaraz, del referido disco, y contradíganme después… si pueden.

Lo cierto es que cualquiera que sea la diversidad de hierbas de que se componga, el conjunto se comprende siempre bajo el nombre de ensalada. (Montaigne). Y la ensalada de Vallarna, amén la amalgama de acentos, y sin ninguna duda, resulta castellana. ¿Tiene sentido este afán por la actualización de lo propio, en un entorno globalizado que coquetea con un futuro maquinal? Tal vez no lo tuviese si resultase aburrido. Pero los gozadores convocados ayer, que teníamos entre uno y ochenta años, podemos asegurar lo contrario. Salimos de la sala felizmente embrutecidos. Y mientras haya brutos contentos como nosotros, hay esperanzas.

Gracias, Carlos, Jesús, Javier, Arturo. Os deseo un éxito rotundo dondequiera que repartáis semejante goce. Éxito musical. ¿Y económico? También, por supuesto. Aunque debéis tener en cuenta que sólo el mercader acaricia sus telas y recibe lo esperado. (Lezama). Que vuestra música siga embruteciendo a quienes gozamos apegados a nuestro ser-humano. Porque embrutecer a las máquinas (ay, no me pidas, cariño mío, lo que no te puedo dar) es imposible, por muy bien pagado que resulte el intento. Las máquinas nunca comerían tierra por chocolate. Porque no les sabría a nada en cualquier caso, y porque antes de lanzarse filtrarían y pesarían el grano con un talante fáustico. Seguid alegrando el oído a Mefistófeles. Que por lo menos haya música veraz y divertida en los caminos que no puede arrasar, para los gozadores que embrutecen sin complejos, la pisada universal de la miseria.