Radiografía de la inocencia



PRESENTACIÓN: 


El subgénero de la presentación de libros al que ocasionalmente nos asomamos desde el mundo académico, plantea una serie de exigencias tácitas que no siempre resulta fácil precisar. Una presentación no es, obviamente, una reseña, ni un sesudo estudio en el que se desmenucen con detalle los mecanismos discursivos de una determinada obra, con el fin de demostrar, más allá del texto y del autor, que a uno le asiste justificadamente la autoridad conferida de forma automática por su pertenencia a un muy concreto escalafón profesional. Pertenece más bien al ámbito impresionista y provisional de la “nota de lectura” y viene necesariamente impregnada de subjetividad y levedad. Se mueve, en este sentido -y también porque es un ejercicio al que nadie está, en última instancia, obligado-, en el espacio de lo caprichoso y gratuito, de aquello que hacemos por voluntad propia, sin otra pretensión que la de trasladar a los demás algo de lo que nos surge, nos brota por dentro, en el acercamiento a un texto concreto. Es por lo tanto un ejercicio libre, cuya exigencia máxima -y a la vez mínima, me atrevo a decir- se podría reducir a los términos de una cortés invitación: háganme caso y lean este libro porque merece la pena. Y porque su autor y su editor se lo agradecerán... Claro que esto sería simplificar demasiado las cosas. También se esperan en esta puesta en escena el despliegue de buenas razones o de buenos argumentos -o pequeñas razones y pequeños argumentos, no nos pongamos solemnes- que justifiquen la invitación a la lectura. Y se cuenta, por supuesto, con la posible empatía que se pueda establecer entre el presentador y el público -tal vez debería estudiarse en algún momento la relación entre la gracia o la belleza del presentador y el resultado tangible, mensurable, del acto, cuantificado en número de ejemplares vendidos- ahí va una sugerencia para cuantos autores y editores estén presentes en este momento en la sala… Si, en vez de elegirme a mí, hubiesen elegido a un dechado de belleza masculina o femenina, otro gallo nos cantaría seguramente hoy. Pero esto es lo que hay…

        Así pues, pertrechado con toda esta parafernalia justificativa e introductoria, voy a tratar de explicarles a ustedes con esa libertad a la que acabo de aludir, y que reclamo como propia en mi papel de presentador, qué hay en Radiografía de la inocencia, el segundo libro publicado por Jorge Tamargo González, que lo hace en mi opinión particularmente valioso. Quien haya tenido oportunidad de leer Avistándome, excelente poemario que apareció publicado en el año 2004 en la colección Betania de poesía, podrá descubrir sin duda más de un punto de coincidencia con Radiografía de la inocencia, el nuevo libro que hoy nos ocupa. El primero -Avistándome- proponía un demorado recorrido por los laberintos de la memoria y se ofrecía como testimonio del reencuentro del autor con esos yoes sucesivos que hemos ido dejando atrás y que perduran más allá de la obligada transformación, permaneciendo como señas de identidad y de anclaje de lo que provisionalmente vamos siendo en cada ahora, y lo hacía con un lenguaje  pleno de evocaciones cromáticas y musicales (incluso en la forma elegida para alguno de sus poemas, como el magnífico “Barrio”). Radiografía de la inocencia es también en buena medida un retorno al pasado, al espacio de lo que fue, de lo que tuvimos y ya no poseemos, o de aquello que, si el azar no nos lo niega, podemos volver a poseer, pero sólo ya en precario y de manera ilusoria y ficticia (que sabemos que es ficticia e ilusoria… y nos consuela). Hay en el libro, en este sentido, evocaciones de la infancia y de la niñez, recuerdos del pasado lejano, de la familia, de los amigos, de la existencia varada ya para siempre en Cuba, que forman parte de la biografía íntima del poeta, pero todo ello es convocado en esta ocasión como argumento y parte de una sostenida meditación sobre la inocencia y el libro posee -y esto es una novedad muy lograda, en mi opinión- una dimensión más abstracta y conceptual que la que gobernaba Avistándome. La de Jorge Tamargo es una escritura preñada de lucidez e inteligencia, y el libro, cuidadosamente construido (llamo la atención, por ejemplo hacia ese poema inicial que es pórtico y resumen de todo el poemario y que permite un curioso juego de recurrencias en el que el lector se irá reencontrando ecos de  versos ya leídos), aspira a desvelar los variados matices de eso que llamamos inocencia, término que alude, en última instancia, a una experiencia fundamental -y fundante en cada trayectoria biográfica-, pero inasible y huidiza (“quédate, le dije, / que vengo de tu ausencia, / de averiguar quien eres…”, en “Con fiebre crónica. De parto tal vez”). El afán de descubrir qué cosa es la inocencia y cuáles son sus rostros vertebra el libro y le confiere unidad más allá de las anécdotas concretas sobre las que cada poema se apoya y que tienen, posiblemente, un muy concreto referente autobiográfico. Y junto a la inocencia, el deseo, la ilusión (ese azul inmune a los azares en una definición tan modernista) y el mito, que son sus inseparables compañeros. Pero la naturaleza paradójica de la inocencia no admite conjugarse más que en pasado. Es siempre un estado previo, una etapa cerrada, un momento definitivamente ido, que sólo puede expresarse como pérdida y ausencia. Es, en este sentido, también un vacío, un hueco, una dimensión anterior, que, propiamente hablando, no puede apresarse con palabras. En puridad es, por tanto, un rastro, una huella y, como lo real de Lacan, está más allá -o más acá- de lo simbólico, y se hermana, eso sí, con lo imaginario (con nuestras pulsiones y deseos más íntimos). Intentamos nombrarla, pero nuestro esfuerzo es sólo un trazo de vaho en un espejo.

        Si etimológicamente inocencia alude a la “ausencia de saber”, una vez que hemos cruzado el umbral del conocimiento la hemos perdido para siempre y estamos condenados a vagar expulsados de su reino. Y, sin embargo, de ella nos nutrimos, y su recuerdo nos sostiene erguidos como un armazón oculto: “Por escaso que haya sido aquel encuentro, / fuimos fertilizados por su blanquísimo semen / y alistados de forma indefinida / en un ejército que sirve a las estrellas. / Puede que lo amurallen los años / y lo asedien las voraces madreselvas, / pero jamás se pone el azul en esa llaga / ni se hace monte en el centro de ese claro.” La conciencia de la pérdida engendra, por su parte, la nostalgia y el deseo de volver a ser, sin más, a secas: sin tiempo, sin conocimiento, sin muerte, sin dolor… Por eso a veces aspiramos a retornar al regazo de la inocencia y deseamos con todas nuestras fuerzas el regreso a una patria que es sólo suya (“la patria de la inocencia es la inocencia”, en una frase que recuerda la Rilkeana afirmación de que la patria del poeta es su infancia) y de la que somos perennes exiliados. Y aunque en ocasiones parece que estamos a punto de lograrlo, como se sugiere en los últimos versos del poema “Cuándo” (“Cuándo inocencia te perdí. / …Has vuelto cuándo”), Jorge Tamargo sabe muy bien -y muy a su pesar- que ese retorno es las más de las veces una ilusión y un espejismo - “… y hagan posible su regreso, / o la ilusión de su regreso, / a nuestra playa”. Por eso se espera siempre y contra toda esperanza: “Regresará algún día a rescatarte / de tanta luz y tanta valentía. / No caduca la inocencia. / Estás a salvo” (“Sin fecha de caducidad”). En ocasiones, la vida nos otorga momentos mágicos en los que la inocencia retorna a lomos del instante, y, si, por afortunado azar, logramos situarnos al margen del tiempo hecho memoria, hecho saber y conocimiento, nos vuelve a mostrar, consoladora, su rostro. Es, pues, la contemplación desinteresada la que nos permite remontar por la escala del tiempo y volver a ser, aunque sea en precario y sin posible permanencia, inocentes y frágiles: “Decido no mojarme / como decide lo  contrario aquel pardal, solemne, / que en acto de inmerecida clemencia, / se sacude cuando encima le llueve / para que en él fije su hoyo mi mirada / y se haga espacio al indulto de la desmemoria: / ese paréntesis esencial donde simular la escampada / que evite inoportunos sinsabores / a la frágil reencarnación / de mi inocencia” (“Lluvia de agosto”).

        Ahora bien, si la inocencia es, como he señalado, la protagonista indiscutible del libro, su personaje principal, la experiencia, la sensatez, la certeza, la sabiduría, el conocimiento, la verdad, la realidad -atributos todos ellos de la edad adulta- serán los antagonistas que se alzan sobre sus despojos. Por eso dice el poeta: “Todo lo que creemos saber es ceniza de inocencia”; O: “Allí donde colocamos una certeza, / apagamos la llama que hacía de su vacío / el sitio ideal para sustentar el mito” (“Tangente a la experiencia”). Y con meridiana claridad: “Y sin embargo, toda verdad engulle, / cual agujero negro, / cualquier esfuerzo de luz que ronde sus orillas. /Toda verdad es una / y una simplificación grosera al mismo tiempo / de la rica casuística que trenzó su fábula. / Toda verdad es un peaje, una silla, / una peana, un canto de sirenas… / En toda verdad enterramos un soplo de inocencia / y sumamos un trazo al epitafio del deseo. / Por eso, a fuerza de tragar, de digerir verdades, / acorralada entre el deseo y su vacío, / se bate la inocencia en retirada / de las torpes edades proclives a los hitos” (“Acorralada entre el deseo y su vacío”). No querría de ninguna manera, sin embargo, a pesar de los versos que acabo de leer y del sentimiento de pérdida que impregna muchos de los poemas que forman Radiografía de la inocencia, que mis palabras viniesen a sugerir que el lector se enfrenta a un libro sombrío, pesimista o adustamente melancólico. La inocencia se bate en retirada, sí, pero el juego sigue, y ni su recuerdo, ni la esperanza de su retorno, parecen abandonar nunca al poeta. Además, en esa lucha desigual, a la inocencia le asiste el arma poderosa de la duda que resquebraja y fisura los más sólidos muros. Por eso, Jorge Tamargo se permite, en varios de los poemas (ese magnífico “Si pudiera” o “Sutilmente manifiesta en la exequias de la vejez”), el desahogo de la ironía y la burla benevolente que pueden despertar incluso la sonrisa.

        Por otra parte, la dicción del autor es poderosa y ajustada y recurre a un lenguaje preciso, directo, que no elude las imágenes novedosas y se somete a un imperativo rítmico muy marcado, en el que se revelan la formación musical del escritor.

        Créanme si le digo que no es tarea fácil la que se ha propuesto el autor en este libro, pero es una tarea, que tras la lectura, debemos considerar lograda. Su escritura transmite la emoción del descubrimiento, el gozo de lo conseguido, de la pieza cobrada por la inteligencia en tensión decidida a dar alcance a la experiencia, por más que ésta nos huya o nos esquive. Su poesía es capaz de conmovernos arrancando de lo concreto y alzándose a la reflexión más abstracta y se inscribe así en la línea de una poesía intelectual que representa tal vez lo mejor de nuestra moderna tradición poética. Más aun, me atrevería incluso a decir que la poesía de Jorge Tamargo no es propiamente intelectual, sino inteligente. Para Ramón Pérez de Ayala el intríngulis de la inteligencia se resumía en una brevísima definición: la inteligencia es “darse cuenta”. Jorge Tamargo se da cuenta, y da cuenta ante nosotros en los hermosos poemas de este libro de una parte sustancial de nuestra común experiencia compartida y nos hace revivir la edad de la inocencia. Gracias Jorge, por tu escritura. Confío en que todos puedan leer el libro con la debida inocencia.
                                                                                       
                                                                                                   José Ramón González García




SELECCIÓN DE POEMAS


A cuestas con los peores presagios.

Desde la fría trastienda de las escrituras
-tesoro y maldición, castigo y recompensa-
viene la inocencia atravesando eras
víctima de agoreros y cantamañanas.
Finita por definición, de vocación eterna,
se traviste para contestar
la tendenciosa estrechez de su etimología.
Nos habita primero sin que la distingamos
entre la espesa madeja de sus absoluciones.
Se retrae luego para que palpemos
la fría desazón de sus linderos.
Y cuando hemos dicho adiós a su perfume
cercados por la luz, estrechamente vigilados
por una horda de hostiles revelaciones;
da la cara amablemente, sin cuentas ni saldos,
para que drenemos en ella el pus de la verdad
y el tedioso soniquete de las preguntas.
Nada importan entonces los malos presagios
que la condenaron a una suerte de albores imposibles.
La inocencia viene a repararse
porque para que sigan el juego y las apuestas
es más que necesario.



No importa.

Con un sombrero roto, un machete amolado
y las espuelas de plata de mi abuelo.
Sudado, pegajoso, con collares de mugre
en las comisuras del cuello y en los sobacos,
con el ombligo renegrido al descubierto,
con un tira-piedras y un alambre a la cintura
para ensartar los cuerpos de los pájaros-presa.
A caballo. Seguido por un montón
de garrapatas y pulgas
prendidas a unas costillas orgullosas
que armaban y explicaban a un perro.
Sendero arriba y abajo.
Del potrero al monte y del monte a la ciénaga
con el único plan de alejarme de casa
para sentirme dueño de aquel impasse húmedo
en que una chica, toda ella melena o beso,
podía hacerse árbol, yeguada, talanquera.
Sin prisa, sin hambre,
con las alforjas repletas de inocencia.
Con las espaldas más grandes del mundo
pendientes de mi ausencia
y las manos más tiernas
preparando mi escala en aquella mesa vieja
donde cabían todos quienes todavía eran.
... Aquel tiempo, irreducible,
amablemente es y se soporta
en un críptico entramado de válvulas,
andenes, fosos y compuertas.
... Lo más importante de cuanto pueda pasar
es que no importa.





Latiendo en la llaga azul que deja su acampada.

El adiós a la inocencia hace monte alrededor del claro
donde acampamos con ella para ser inoculados con su semen.
Pero allí, donde una vez se alcanzó el éxtasis,
donde la memoria cifró su perfume para retenerlo
y acaso derramarlo en peligrosos umbrales,
persiste un raso atravesado por la llaga
donde vertió su azul, inmune a los azares,
aquella acampada de favorable luna.
No importa cuánto se sostuvo el presunto espejismo,
ni cuántos besos estampó la inocencia al pie de su contrato,
ni cuán tangible es la angostura de su impronta.
Por escaso que haya sido aquel encuentro,
fuimos fertilizados por su blanquísimo semen
y alistados de forma indefinida
en un ejército que sirve a las estrellas.
Puede que lo amurallen los años
y lo asedien voraces madreselvas,
pero jamás se pone el azul en esa llaga
ni se hace monte en el centro de ese claro.





Si pudiera...

Si me atreviera a posar
para la más ridícula estampa de vacaciones.
Si me disfrazara de superman
para ir de la mano con mi hijo.
Si llamara hermano y no señor
a cualquier hermano resuelto en señor
por obra y gracia de ropa o dinero.
Si fuera capaz de flores plásticas,
colores pasteles, molduras de escayola.
Si disfrutara plácidamente de la
portada con óculo y frontón de una casa
y no me espantaran los cortinajes dorados,
las alfombras persas, los colmillos de marfil,
esos lacitos de seda inmaculada
que ponen las señoras a sus perras.
Si dijera cake en lugar de tarta
y dejara de corregir a mi madre sus gazapos.
Si pudiera comenzar una carta con aquel
Espero que al recibo de la presente...
Si pudiera echar una moneda a una vitrola
y pinchar el más cursi de los boleros.
Si me atreviera a lucir un sombrero alón
a la vez que una historiada guayabera.
Si aceptara complacer a un cura
contándole cual pecados mis batallas.
Si relajado abriera mi puerta
a los vendedores de biblias y edenes
para invitarles a café en mi cocina.
Si pudiera leer un manual rosacruz,
una revista de moda o una mala novela.
Si supiera leer un poemario
sin apartar su perfume para indagar sus tripas.
Si supiera entrar a un edificio
y disfrutarlo sin antes interrogarlo
y abrirle un expediente.
Si pudiera desatar mi inocencia
y regresar indemne a los laureles.
Si no me importara terminar este poema
con un verso del siglo diecinueve:
Ay, si pudiera...





Sangre.

                              Para mi hermano Omar

Un chorro de sangre
que mana de una brecha abierta
al tiempo en que se funde
lo uno con lo otro
para que de nuevo sean los dos
sobre los mármoles
intenso rojo, perenne escalofrío;
me decapa el rostro hasta dejarlo
en el sucinto fósil que lo explica.
Una lámina tinta
se hace con el molde de mi alma
y reduce a fugaz inconveniencia,
a torpe mascarada del destino,
aquel intento de poner a la distancia
una faz de fríos crisantemos
plantados en los polos del olvido.
Un chorro de sangre devenido
en tierno huracán de alegaciones
ha copado los flancos de mi nombre
y me ha batido.




Usar y no tirar.

En esos doce años,
los que separan el primer sobresalto
de la primera masturbación,
están las claves.
Después sólo cambia el decorado
para las múltiples versiones
que de nosotros mismos
nos ofrecemos a diario sin remedio.
En la prehistoria del horizonte,
cuando vida y sueño son
en un continuo de ineludibles azares
sin que podamos distinguirlos
ni pretendamos separarlos;
antes, claro, de los espejos,
de los libros, del dinero;
en un conciso acto irrepetible
se es y no se es y para siempre.
Toda niñez debiera ser etiquetada
y ofrecida al vividor
con la advertencia:
Usar y no tirar.
Tener a mano.
¡Suerte!




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